Los datos que figuran en el listado son realmente sobrecogedores y ponen de manifiesto en manos de que caterva de indocumentados/indocumentadas estamos.

La lista, como he señalado, incluía doce nombres. De ellos, cinco hombres y siete mujeres, todos ellos comprendidos entre los 31 y los 47 años, es decir, ninguno niño/niña/niñe de teta, más bien todos talluditos y en edad más que suficiente para estar dentro del mercado laboral.

De los doce, al menos tres son Ministros de este gobierno de chiste y chirigota y digo al menos tres ya que como no conozco ni me suena la inmensa mayoría de los ministros/ministras puede que sea alguno más.  

De esta caterva de doce indocumentados, tan solo figuran con experiencia laboral cuatro de ellos y esta experiencia -cajera, empleado en la universidad, técnico social y otro que no figura su empleo- no superó, en ninguno de los casos, un año de vida laboral, el resto, los otros ocho, NO TRABAJARON NUNCA, es decir, no dieron palo al agua.

A la vista de esta desoladora imagen de los tíos y tías encargados de redactar y aprobar las leyes por las que tenemos que regirnos todos los españoles -así nos va-, cabe preguntarse, ¿de qué coño ha vivido esta gente a lo largo de estos años?

Una respuesta podría ser que se trata de una colección de “hijos de papá” reconvertidos a la pijoprogresía comunistoide, de esos que jamás doblaron el espinazo y que han vivido toda su vida a cuenta de los demás, bien por herencia familiar, bien por las paguitas que pudieran recibir por no hacer nada y estar rascándose la entrepierna, con perdón, durante todos estos años.

La otra opción, puede que más plausible, sea que han vivido a cuenta de las cuantiosas subvenciones que reciben los chiringuitos de donde proceden o, incluso, que hayan sido financiados por el partido o lo que sea eso en lo que milita esta tropilla.

Sin embargo, en este caso, cabría preguntarse de dónde salió el dinero para mantenerlos a todos ellos sin trabajar antes de que ocupasen escaño en el Congreso ya que, la aparición de la sectaria podemía en el panorama político nacional, es relativamente reciente.

Todo esto evidencia el estado semi agónico de nuestra sociedad en la que, tipos de esta catadura, ocupan puestos con capacidad de tomar decisiones y, sobre todo, de gastarse nuestros dineros a su antojo, ese que tanto cuesta ganar a los que trabajan o trabajamos.   

Todavía recuerdo cuando escuché decir a alguien que la llegada de la podemía a la escena política suponía una inyección de savia nueva ya que, la mayoría de ellos, eran jóvenes universitarios, ajenos a las corruptelas de la casta política tradicional. Sin embargo, aquella persona que se le llenaba la boca al decirlo, tal vez no supiese que fue, precisamente, en la Universidad donde toda esta tropa se granjeó los “méritos” para llegar a donde han llegado y no precisamente destacando como buenos estudiantes o por su gran formación académica, sino a base de encabezar huelgas, protestas, escraches, mesas contra no sé qué y algaradas en general, en resumen, como activistas que, dando de lado sus obligaciones estudiantiles cuyas matrículas pagamos todos, se granjearon la simpatía de la caverna ultraizquierdosa, eso, amén de otros favores de los que mejor no hablamos.

Es inaceptable desde todo punto de vista que gente como esta, con una formación deficiente, sin experiencia alguna en el mundo laboral, sean los encargados de gestionar la vida y hacienda de los que llevamos toda la vida trabajando y de ellos dependa el futuro de España.

¿Qué puede saber toda esta tropilla de esfuerzos, de sacrificios, de afán de superación, de deslomarse para llegar a fin de mes? Nada ya que su única experiencia radica en formar parte de un partido tóxico, mentiroso y populista que es necesario echar como sea de la escena política y a la mayor brevedad posible.

Un partido al que se le llenaba la boca hablando de justicia social, de igualdad, etc. hasta que sus dirigentes pisaron moqueta, entonces le dieron la espalda a los barrios obreros en los que decían vivir -algunos hasta en eso mintieron- para irse a chalets con piscina en las zonas más caras; darse los grandes festines y olvidarse del pueblo al que decían servir.

Qué lástima que se derogase aquella Ley de vagos y maleantes, por cierto, puesta en vigor por la II República, ya que tal vez nos hubiese liberado de mucho vago, vaga y “vague”, que hay que ser inclusivo.