Es cierto que los árboles no nos dejan ver el bosque. La humanidad, o al menos la civilización occidental, está asistiendo a cambios portentosos que nuestro día a día no nos permite apreciar en toda su perspectiva. Desde hace muchos años, tal vez a partir de la Primera Guerra Mundial, algunos historiadores, filósofos y sociólogos se animaron a elaborar teorías sobre la evolución de las civilizaciones que, como es sabido, están sujetas a ciclos, como todo fenómeno que se manifieste sobre nuestro planeta.

Una de las causas de esta intermitencia consiste en la excesiva preocupación por nuestros bienes y ambiciones. Creo que fue Bertrand Russell quien acertó a dividir los estímulos humanos en creativos y posesivos, apuntando a estos últimos como originarios de desequilibrios internos y externos. El desvelo por lo material que, si moderado, constituye uno de los motores del progreso, lleva en sí, a su vez, el germen de nuestra perdición, cuando es desmedido.

Expuestos al desafuero por lo material, gracias en gran parte a la falacia contenida en la doctrina de la «sociedad del bienestar», radicalmente voluptuosa y consumista, y atemorizados por las catástrofes -pandémicas, climatológicas, medioambientales o bélicas- que la propaganda de los poderosos precipita constantemente contra las muchedumbres, la civilización no puede ser nunca un modelo de armonía. 

El ser humano necesita mantener siempre su nivel de libertad y de dignidad por encima del de su miedo. Sólo así su comportamiento será ponderado. Porque el vínculo que en una sociedad guardan entre sí la dignidad y el miedo determina su grado de civismo. Civismo que puede evaluarse en las relaciones sociales, expresión de los conflictos particulares, y sin el que es imposible su democratización.

Una multitud angustiada nunca puede ser armoniosa ni libre. Ni, por supuesto, democrática. Los amos del mundo se afanan en mantener a las poblaciones en situaciones extremas, conscientes de que, en tales circunstancias, no tiene cabida la dignidad ni a nivel personal ni social. El peligro para la civilización occidental no se halla hoy día en Rusia ni en Putin, sino en su propia sustancia, en la diabólica elite de ese NOM que maneja los hilos de Occidente y que ha conseguido forjar unas sociedades alienadas, a imagen y semejanza de sus fatuos, necios, codiciosos y malvados dirigentes, y de sus sicarios.

Anulada la dignidad de los individuos, éstos se ven obligados a sobrevivir manipulados, soportando la evidencia de su temor y de su cobardía. Y cuando en esta coyuntura la dignidad se da, salvada por los pocos que poseen capacidades críticas y condiciones de sacrificio, deviene en ejemplo cívico y convierte a su protagonista en cuasi héroe. Lo que debiera verse como una conducta normal, se ha transformado, pues, en excepcional.

Si el principio fundamental de la democracia es el respeto a la verdad y a la dignidad de las personas, es obvio que la campanuda democracia globalista resulta una terrible impostura que los espíritus libres están obligados a denunciar y desenmascarar. La democracia -ya de por sí una concepción equívoca- hoy por hoy supone, más allá de una ficción, una miserable argucia con la que tener embaucado al gentío que, por otra parte, ha hecho dejadez de la estima y consideración debidas en la conducta personal y en las relaciones sociales, para abandonarse al miedo más ignominioso.

Aceptar los cantos de sirena de los plutócratas y de sus secuaces, que tratan de convencernos de que los occidentales nos hallamos en un mundo democrático, es, peor que un autoengaño, un error de gravísimas consecuencias, pues nos hace cómplices de la corrupción institucionalizada y nos condena a la esclavitud y a la consecuente pérdida de nuestra propia estima. Las tramposas elecciones, simbólico señuelo del Sistema para mantener la apariencia democrática, sólo sirven como depositarias de ese omnipresente temor que nos convierte en criaturas pueriles, cuando no abyectas.

¿De qué le sirve al ciudadano el derecho al voto cuatrianual, si carece del derecho a su libre albedrío? ¿Qué importancia tienen los comicios si no se acompañan del derecho real a una vivienda, al trabajo, a la seguridad ciudadana, a la sanidad eficiente, a la educación de calidad, a la cultura ennoblecedora, a la justicia independiente, a la confianza en las instituciones del Estado, a la propiedad privada, al idioma común, a la unidad y solidaridad de la patria?  

¿Democracia? No, subterfugio. Una excusa sociopolítica para la corrupción y el abuso. Un recurso para mantener enajenados y explotados a los pueblos, mientras los poderosos, desde la absoluta impunidad, multiplican por mil sus riquezas. De ahí que, aprendiendo de la historia, haya que reiniciar el camino para que la convivencia no nos venga trazada por los ventajeros, ni la democracia sea objeto de idolatría ni de ajena atribución, afrentados como nos hallamos por el miedo paralizante y por la negación de la realidad, de la verdad.  

El caso es que, como decía al comienzo, las estructuras de la civilización occidental, como la hemos entendido hasta ahora, se están transformando y cediendo ante otras muy distintas que van camino de fortalecerse y arraigarse. Y que, si bien disponemos de estadísticas sobre indicadores sociales y de calidad de vida (divorcios, depresiones, abortos, criminalidad, pobreza, analfabetismo, mortalidad, desempleo, etc.), así como de posibilidades para cuantificar lo material, por el contrario, lo intelectual, lo anímico y lo moral, por ser cualitativos, resultan más difíciles de medir. Por ello, aunque lo sospechemos, desconocemos en qué grado de civilización estamos, si en la mera y pasajera decadencia de Occidente o en el fin de su historia.

Es obvio que una civilización de opulencia permanente, basada en beneficios y placeres, más el añadido de una tasa de bajo crecimiento demográfico, llevan en sí la muerte biológica. El consumo de lujos, el hedonismo a todos los niveles y la perversión sexual implícita en la globalista doctrina LGTBI, no es, finalmente, un consumo reconfortante, sino venenoso. Y, por otra parte, el aumento de la riqueza material no significa nada si no se tiene en cuenta cuál es su distribución entre los ciudadanos. No basta contar, sino que es preciso evaluar. Lo cual nos lleva al terreno de los principios y los prejuicios.

No es viable una civilización basada en beneficios -pues la conquista de un beneficio en un caso trae complicaciones en otro-, sino en valores. Tras el triunfo y el fracaso del liberalismo económico y político, así como del «materialismo democrático», tras la incapacidad para llegar a alguna parte del modelo capitalista de libre mercado y su economía competitiva, vencidos el fascismo y el nacionalsocialismo, consumada la «guerra fría», caído el «muro de Berlín» y alzado el de la «mafia rosa», abandonados los pueblos occidentales a la migración de otras etnias y culturas, sólo queda el caos, esa baraúnda alternativa, mezcla inmunda de todo lo anterior, que tratan de organizar a su manera los nuevos demiurgos que componen la elite del NOM.

Con una pandemia magnificada interesadamente y una reciente e igualmente interesada amenaza de exterminio nuclear, gracias al inevitable conflicto entre Rusia y Ucrania, el «fin de la historia» de Fukuyama puede parecerles a muchos ahora no una fantasía premonitoria, sino una posibilidad sin desmesura. Ante este desconcierto, que «los nuevos amos» fomentan y tratan de rentabilizar en su provecho, sólo unos cuantos resistentes se afanan tratando de ver entre las sobrecogedoras tinieblas, cuál es el camino más respetable que deberá seguir la humanidad para su permanencia.

Spengler, hace ya noventa años, se hizo la inquietante pregunta: «¿Qué pasará si la lucha de clases y la de razas se aúnan un día para acabar con el mundo blanco?». Sin pretenderlo, supongo, dio la idea a la diabólica plutocracia que hoy gobierna en Occidente. Pero se quedó corto en sus preocupaciones, pues estas mentes luciferinas, además de haber conformado ya esa tenebrosa alianza, están dispuestas, apoyándose en ella y en otros múltiples medios a su disposición, a obligar a los seres humanos supervivientes a ser, por encima de todo, completamente desgraciados.