La cosa comenzó con la crisis económica de 2008, que vino a despertar al viejo continente de un sueño plácido en que estaba sumida. Todo parecía tan idílico que se había llegado a pensar que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, un logro que duraría para siempre y que ya nadie podía arrebatarnos, pero esas optimistas expectativas se derrumbaron como un castillo de naipes. Llegó el paro, la quiebra del estado del bienestar, la inquietud y el desasosiego se apoderaron de los espíritus, en medio de un estado de incertidumbre en el que lo único cierto era que ya nada volvería a ser como antes.
Apenas nos habíamos repuesto del estado de shock y cuando aparecían los primeros signos de recuperación de la crisis económica, nos viene a visitar inesperadamente la terrible pandemia del coronavirus, que habría de tener sobre la población unas consecuencias aún más funestas, no solamente en el ámbito económico sino también en el de la salud, que acabó afectando gravemente al estado emocional de los ciudadanos. La tristeza hizo mella en la población europea, robándole la alegría de vivir. Pareciera que ya no nos podía suceder nada peor, pero mira por dónde, una nueva catástrofe con la que no contábamos ha venido a ensombrecer nuestro suelo. Cuando ingenuamente creíamos que en Europa ya no habría más enfrentamientos bélicos se ha desatado una guerra de proporciones gigantescas, lo cual supone no solamente el fracaso del parlamentarismo sino que también pone de manifiesto el instinto belicoso de la propia condición humana .
El viejo continente europeo vuelve a ser escenario de una sangrienta guerra de consecuencias imprevisibles, cuando apenas se habían apagado los ecos de la tercera guerra de los Balcanes. Un desastre. La situación no puede ser más dramática y viene a echar por tierra las candorosas expectativas pacifistas. Vemos a Europa ante una papeleta difícil de solventar a todos los niveles y lo peor de todo es que esta trágica situación nos pilla con el depósito casi vacío y con pocas reservas espirituales y morales para poder enfrentarnos a ella. Es un hecho que esos valores culturales, comenzando por respeto sagrado de la vida en los que se cimentaba nuestra civilización se han perdido, como se ha perdido la institución familiar, que era el semillero donde se cultivaban esos mismos valores. ¿Qué vamos a hacer, si todas nuestras referencias, por las que tradicionalmente habíamos apostado, han ido despareciendo? ¿A qué podemos agarrarnos después de ver cómo se han derrumbado aquellas firmes convicciones en que milenariamente veníamos creyendo? ¿Qué hacemos ahora después de haberlo sacrificado todo en aras de una felicidad hedonista y canalla, fundamentada exclusivamente en el bienestar material ?
Se nos hace una llamada a salvar la civilización europea para que sirva de acicate, en orden a superar todas las dificultades que se vayan presentando, pero lo cierto es que detrás de estas palabras no hay nada más que farfolla, porque vamos a ver ¿De qué civilización nos están hablando? Hace tiempo que la civilización occidental dejó de existir, tal y como pronosticara Oswald Spengler y lo que ahora nos queda de aquella civilización esplendorosa es bien poco. Europa ha perdido su identidad, precipitándose en caída libre hacia los abismos del vacío más absoluto. Europa ha sido engullida por el nihilismo ¿Quién lo duda? Esto es lo que piensan también los filósofos de la posmodernidad desde Lyotard hasta Lipovetsky, pasando por Vattimo, poco sospechosos todos ellos de antieuropeísmo. Después de haber quedado huérfanos de Dios ya no tenemos nada donde agarrarnos. Se nos ha despojado de las finalidades últimas, que daban sentido a nuestras vidas, la dignidad de la persona ha quedado reducida a un concepto abstracto, quedándonos a fin de cuentas, sin esperanzas trascendentes.
Las raíces religiosas del viejo continente han desaparecido y lo que ahora tenemos es una cristofobia beligerante; las firmes convicciones morales de otros tiempos, fundadas en la ley natural, han sido sustituidas por un corrosivo relativismo radical, aquel sólido pensamiento filosófico, cimentado en unos principios metafísicos perennes, han dado paso a un culturalismo frívolo e insustancial. Fruto de este relativismo han aparecido el multiculturalismo y el pensamiento débil; como consecuencia de la negación de la verdad y el bien hemos llegado a pensar que todo da igual, que todo es opinable e igualmente justificable, más aún, aunque no lo confesemos abiertamente, hemos llegado a pensar que “entre el honor y el dinero lo segundo es lo primero”.
Hace tiempo que la U. E. no es otra cosa que una agrupación mercantil en la que cada cual va a lo suyo, donde las sublimes aspiraciones y nobles ideales brillan por su ausencia, donde lo material y lo económico representan todo, convirtiéndose en santo y seña de una sociedad preocupada exclusivamente por vivir el momento presente, que solo piensa en consumir. Pues bien, a esta decadente Europa le ha llegado la hora de la verdad. En estos trágicos momentos en que Rusia ha traspasado la línea roja, se ha puesto de manifiesto su impotencia e incapacidad de reacción. Las consecuencias que haya de tener esta guerra tan nefasta, no las sabemos, pero podemos estar casi seguros de que va a alterar por completo el “mapamundi”, que comenzó a erosionarse con el expresidente de Estados Unidos Donald Trump. El mundo desarticulado que se vislumbra no favorece en nada a una Europa moral y políticamente debilitada. Los supuestos hasta ahora vigentes pueden verse alterados o cuando menos cuestionados. En cualquier caso, estamos a las puertas de nuevo orden mundial, que va a ser el escenario en que habrá de disputarse el liderazgo moral. Una nueva cultura y civilización nos espera y si el Viejo Continente Europeo se empeña en no recuperar su propia identidad, si se niega a rearmarse espiritual y moralmente, va a ser muy difícil que pueda seguir teniendo un papel relevante en el mundo, esto solo lo podrá conseguir si apuesta por los valores fuertes de siempre, que son los que en su día le dieron grandeza y esplendor.
La encrucijada bélica en la que ahora nos encontramos, coloca a la U. E. en situación de replantearse muchas cuestiones. En Primer lugar, ha de salir de su indeterminación y colocarse de parte de la rectitud moral. En segundo lugar, ha de discernir con qué medios ha de hacer valer sus buenos propósitos. ¡Ojalá viviéramos en un mundo angelical donde los sentimientos pacíficos tuvieran la última palabra!, pero los recientes acontecimientos vienen a desmentirlo. Hay un dicho popular según el cual “el miedo guarda la viña”, pero para que haya miedo tiene que haber detrás una fuerza con capacidad disuasoria. Este precisamente es el sentido que habría que dar a la famosa frase mil veces repetida: “Si quieres la paz prepárate para la guerra”. Los humanos somos así. Si hoy podemos decir que existe una remota posibilidad de que Putin apriete en botón rojo es porque sabe que también otros pudieran hacer lo mismo. Es de esperar que la U. E. haya aprendido la lección. Ello no quiere decir que, tanto las personas como las instituciones, no tengamos que seguir trabajando por implantar la paz en todo el mundo, igual que debemos hacerlo con la justicia, porque si algo hay fuera de toda duda es que la paz es preferible a la guerra, del mismo nodo que la vida es mejor que la muerte. Ahora bien, en el momento presente en que vivimos hace falta que, el pacifismo europeo y los doctrinarios del “NO AL REARME MILITAR”, nos aclaren su postura dándonos a conocer sus razones y si pueden nos respondan a estas preguntas: ¿Debemos cruzarnos de brazos ante los atropellos del derecho internacional? ¿Hemos de permanecer impasibles ante las fragrantes injusticias? En definitiva ¿La única postura lícitamente aconsejable es la resistencia pasiva?
Nunca es tarde y esta podría ser la ocasión propicia para hacer un examen de conciencia que nos permitiera reconocer nuestros errores y comenzar a rectificar. Todavía está en manos de U. E. poder decidir su propio destino. No sería la primera vez que nos vemos en una situación límite, pero eso sí, hemos de tener la valentía de reconocer nuestros fallos y estar dispuestos a rectificar. Europa tiene la oportunidad de recuperar su papel de influyente mediador si es capaz de recuperar su propia historia, en que sin duda se cometieron errores, pero también está llena de gestas inconmensurables que asombraron al mundo.
Lo que ahora tenemos es una Europa en crisis, descreída, sin valores, deshumanizada y sin identidad propia; una gigantesca organización burocrática sin alma, sometida a los intereses mercantiles. Lo que ahora tenemos es una Europa defensora a ultranza de un falaz multiculturalismo heterogéneo sin rostro definido, que navega sin rumbo, cuando lo que necesitamos es una Europa clarividente y fuerte, capaz de cohesionar la voluntad de distintos pueblos que participaron de un mismo proyecto en el pasado, fundamentado en unas mismas bases jurídicas y éticas de probada solvencia, inspiradas todas ellas en el espíritu del humanismo cristiano. Esta Europa fuerte y solidaria, respetuosa con su pasado, es la que el mundo necesita. El viejo Continente todavía no está muerto, solo está dormido y lo que tiene que hacer es despertar y dar la espalda, tanto al materialismo ateo como al falaz liberalismo y comenzar a ser ella misma, solo entonces podrá soñar con fundamento en la conquista del mundo moderno que se le está escapando.
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