El ser humano es más pródigo en defectos que en virtudes. La sociedad que organiza los defectos cosecha éxitos: deja funcionar la codicia y la ambición creando mecanismos para que no provoquen estragos. Hay que aprovechar la fuerza de las pasiones, que es mayor que la de las virtudes. Por eso ha resultado lógico que capitalismo y socialismo hayan acabado aliándose. Todo análisis de la realidad que no tenga en cuenta el pasado histórico previo y los factores que han hecho posible este degradado presente acabará siendo inútil.

Hubo un tiempo -tres o cuatro décadas atrás- que el propósito de los amos del mundo, a través de la socialdemocracia, era no acabar con la corrupción ni cuantificarla, sino reorientarla de manera que sus evidentes beneficios, sus dividendos siniestros alcanzaran a todos, como llegó a ocurrir en los países mejor organizados. Porque ya entonces decidieron llamar democracia al sistema en que tales beneficios repercutieran en todos, y el proletario viviera de las migajas de la corrupción del amo.

Más que de una sociedad del bienestar, y no digamos de una justa -y mítica- distribución de la riqueza, habría que hablar -alcanzado ya el acuerdo entre capitalismo y marxismo- de una hábil y aparente redistribución de la corrupción y sus beneficios. Porque capitalistas y socialcomunistas saben que el dinero, salvo casos muy excepcionales, sólo se gana robando: no se ha inventado otro sistema. Y como el capital para ellos constituye la apoteosis de la corrupción, su democracia sería, en consecuencia, el arte de repartir ese capital escalonadamente.

Anglosajonia -sobre todo USA- fue el imperio que, como genuina raza protestante, mejor supo organizar, durante unas décadas, la corrupción. Incluso consiguieron nacionalizarla y luego idealizarla mediante el arte, la moda, la literatura y el cine. Lo malo para ellos no es, pues, la corrupción, sino que dicha corrupción se descontrole y desmadre, deviniendo en caos. Que es donde se encuentra Occidente; donde lo han llevado los amos con sus veleidades globalistas.

Al hilo de lo antedicho y reduciendo el asunto a nuestra patria y a nuestra cotidianidad, suele decirse que mientras estos políticos de la casta que nos han traído hasta aquí continúen al frente de sus respectivos partidos (PSOE, Podemos, PP, etc.) los españoles no podrán regenerar su país. Pero creo que la cuestión se plantea al revés, pues lo correcto sería decir que mientras que millones de españoles quieran que les manden tipos como ésos, es obvio que seguirán viviendo el día a día y no albergarán nunca el menor deseo de limpiar la inmundicia.

Más claro aún: mientras siete de cada diez ciudadanos estén dispuestos a votar o a consentir a tales fulanos, lo normal es que dichos sujetos no se sientan iluminados por el afán purificador, y seguirán tan jactanciosos como conscientes de su respaldo por el sacralizado pueblo. El problema, pues, no es Sánchez, ni Feijoo; del mismo modo que antes no lo fue Zapatero, ni Casado, ni Iglesias, ni Rajoy, ni Manuela Carmena, ni González, ni Aznar, ni Suárez, etc. El problema radica -y resulta fatigoso repetirlo- en aquellos que, gustándoles la mercancía averiada, no dejan de elegirla y reelegirla.

No pretendo, faltaría más, eximir de culpa a los correspondientes y sucesivos líderes de las distintas organizaciones que nos han ahogado de corrupción y de oprobio, la mayoría de los cuales son iletrados codiciosos o bultos enfermos de vanidad y bajos instintos; no, estos ejemplares de mal recuerdo son personajillos transgresores y diabólicos, incursos en terribles delitos, que debieran pagar con sus huesos en la cárcel o en la horca si vivieran en una sociedad sana. Lo que trato de aclarar, sospecho que, una vez más, en vano, es que tales embaucadores sin escrúpulos, tales tramposos ahítos de resentimiento y sedientos de rapiña y de venganza, están sustentados por siete de cada diez vecinos suyos, amable lector.

Cuando ustedes, mis bienintencionados lectores, salgan a la calle y se crucen con conocidos o desconocidos, o acudan a las relaciones sociales o laborales, o disfruten de algún espectáculo o celebración de su agrado, o tengan -no lo quiera el Destino- que visitar un centro sanitario, etc., recuerden que están rodeados por un prójimo que es, en su gran mayoría, insensible al hedor. Que respiran y caminan entre unos conciudadanos confortablemente instalados o pragmáticamente adaptados a la porqueriza. Y que sus idolatrados líderes y administradores, que pasarán a la Historia como representantes de una época infamante, no son ni siquiera personalidades enjundiosas, sino mezquinos perfiles. Ni su individualidad ni su idiosincrasia dan para más allá de un folletín sobre la malicia humana, sobre la miseria de unas almas sin escrúpulos.

Ninguno de ellos adquiere categoría histórica de personaje clave. La verdadera clave está en una sociedad del desperdicio, que, atrapada por los cantos de sirena de los amos, ha convertido lo sucio y vulgar en moda, y es capaz de transformar la basura -su propia basura- en prototipos y figurines de gobernanza. Hay gente para todo, y hoy las virtudes están en almoneda. Y si el honor de un juez puede equipararse al de un truhan, qué no podrá decirse del honor de la plebe, en cuya actitud, hoy más que nunca, se halla la testaruda resolución de no querer conocer la verdad.

Ahí, como digo, en esa sociedad, está la clave: cómo es posible que una sustancial mayoría ciudadana adore la podredumbre y la mentira, delegando a los más perversos, entre ella, para que dirijan los destinos del común. Aceptar el relativista «todo vale», el pensamiento correcto, significa abandonar todo juicio crítico, lo cual nos deja a merced de la propaganda del amo, hoy capitalsocialista, y nos hace sumisos. Pero la plebe, que quiere siempre saciarse, todavía se conforma con las migajas de una corrupción ya caótica, sin percatarse de que son las últimas migajas de lo que aparentó ser un banquete y sólo fue un botín sangriento. Tal vez porque la flaqueza, ítem más la flaqueza hedonista, no soporta la realidad, si esta es adversa.

Ya que la plebe es servil por su gusto, el objetivo consiste en regenerar la sociedad de forma que el pueblo digno y soberano, la masa crítica e ilustrada, predomine sobre la plebe extraviada y abyecta, reduciéndola al máximo y aislándola a efectos públicos. Que el actual modo de vida, trágico y ridículo, deje paso a otro de respeto y de esperanza. He ahí la gran labor de los caudillos y educadores del futuro.