Para las religiones organizadas la duda es peligrosa.
Pedro Abelardo
“Demoníaco” fue el sobrenombre que recibió Pedro Abelardo (1079-1142), un famoso filósofo francés del medioevo. Como docente, la práctica menos ortodoxa que Abelardo siguió, fue la de ser un crítico de los textos más encumbrados del momento. Abelardo dividía a su clase en dos bandos y pedía a uno de ellos defender una tesis y al otro rebatirla. En una época en que todo mundo asentía frente a los textos de los padres de la Iglesia, la Biblia y las enseñanzas de Aristóteles, contradecir al establecimiento no sólo era extraño sino peligroso.
Para las religiones organizadas la duda es peligrosa, se considera instigada por el Diablo y en cambio se ensalza la fe como una virtud. Sólo hay que ver como en semana santa y navidad se ensalza la fe como un valor, justo cuando en tales fechas se recuerdan hechos altamente sospechosos de ser ciertos. No es gratuito que en la historia de la resurrección de Jesús se reprocha la actitud escéptica del apóstol Tomás cuando le contaron que su maestro había vuelto de entre los muertos: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré”.
Pero la duda lejos de ser un enemigo inconveniente es útil, es necesaria, es vital para el mundo de las ideas. Permite el debate abierto, la búsqueda de evidencias, la supervivencia de las ideas con mejores argumentos. El mundo occidental estuvo sumido en la oscuridad intelectual más profunda por los siglos de la Edad Media porque dudar equivalía a ganarse un pase gratis a la hoguera. Con el nacimiento de la ciencia moderna se empezó a cuestionar a las autoridades: Copérnico cuestionó a Ptolomeo y también a la Biblia; Vesalio cuestionó a Galeno y a Aristóteles; Galileo cuestionó a Aristóteles, Ptolomeo y a la Biblia también; Giordano Bruno cuestionó a la Iglesia en general y esta última le respondió con una misericordiosa hoguera. La duda se abrió camino con mucha dificultad pero sus frutos son una filosofía y una ciencia más libre, más robusta.
La fe no es un valor, el pensamiento escéptico racional sí lo es. La duda por sí misma no lleva a ningún término si no impulsa una búsqueda de evidencias y argumentos sólidos. En la mayor parte del mundo actual se acepta el papel necesario del continuo escrutinio en la ciencia, pero no para las ideas religiosas. La fe llega allí donde lo indefendible desde la razón necesita una ayuda desde la tradición y la sanción social. Frases como: “No se puede juzgar al profeta Mohammed”, “No cuestiones la Biblia”, “No siembres dudas en los niños”, “La evolución [biológica] es una idea peligrosa”, se escuchan con frecuencia entre la guardia pretoriana de la creencia basada en la fe.
En ciencias la duda impulsa el conocimiento. El famoso médico Galeno (129-199 d.C) descubrió que el ventrículo izquierdo contenía sangre, pero pensó que ésta pasaba al ventrículo derecho por unos orificios invisibles existentes en el tabique intermedio a pesar que entre ambos un grueso tabique musculoso se interpone. Por siglos muchos creyeron que los orificios invisibles del tabique del corazón existían hasta que en el renacimiento Andrés Vesalio (1514-1564) demostró que ese tabique era impenetrable. La duda permitió el avance del conocimiento anatómico. Antes, en el medioevo, Galeno y Aristóteles eran autoridades incuestionables. Sólo cuando se fue escéptico frente a la autoridad y se buscó evidencias se pudo progresar. No faltarían aquellos que dirían “Bien, ya sabemos que la sangre no pasa del ventrículo izquierdo al derecho por el tabique de en medio del corazón ¿Y eso para qué sirve? ¿Por qué tanto aspaviento?” Hoy gracias a estos conocimientos se pueden hacer tratamientos y cirugías a pacientes con enfermedades cardíacas. Galeno no respondió como hacía la sangre para ir de una mitad a la otra, pero dio un paso.
El siguiente paso lo dio Miguel Servet (1511-1553) quien observó que la sangre pasaba del lado derecho del corazón al izquierdo por los pulmones. Pero Servet no solo se preguntó por cuestiones anatómicas. Él también cuestionó la doctrina cristiana de la Trinidad. Esa idea bizarra de que tres personas divinas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) no son tres dioses sino un solo dios. La reacción del mundo cristiano, tanto católico como calvinista fue contraria. En ningún momento dijeron “veamos qué pruebas hay de que Servet esté en lo correcto, quizás nosotros hemos estado equivocados”. La fe impide este tipo de revisiones. Por eso es tan dañina. Servet terminó en la hoguera por parte de la Iglesia Calvinista en Ginebra, Suiza. La Iglesia Católica que no lo echó a las llamas tuvo que conformarse con una quema simbólica en Vienne, Francia.
Algunos pensarán que la oposición clerical al libre examen de las ideas ya llegó a su fin. Las hogueras literales se habrán apagado en Occidente, pero la coacción a millones de creyentes para que no miren otros puntos de vista sigue viva entre los diferentes credos religiosos. La cofundadora de la Iglesia Adventista, la señora Elena G. de White, amonestó a los maestros con estas palabras: “Precisamente por ser el corazón humano tan propenso al mal es tan peligroso arrojar semillas de escepticismo en inteligencias jóvenes.”
Pero justamente lo que la sociedad actual necesita son semillas de escepticismo en momentos en que los promotores de la fe promueven el amoldamiento del pensamiento o fundamentalismos (y de paso se lucran). Muchos se preguntan qué se gana con cuestionar la religión y sus credos. Creo que la respuesta es la libertad de la mentira, la libertad de alienación mental. Encontré una respuesta impactante en la película Ágora dicha por el personaje de Hipatia (interpretado por Rachel Weisz) cuando se le invita a convertirse al cristianismo con el fin de frenar la persecución impulsada por el Obispo Cirilo de Alejandría: “Tú no te cuestionas lo que crees, yo no puedo. Yo debo”. Ese deber para las mentes librepensadoras, agnósticas y ateas no debe verse más como un lastre. El pensamiento escéptico racional debe constituirse en el medio por el cual se crece intelectualmente como sociedad, debe constituirse en un derecho a promover.
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