Redibujando a Darwin III: El anticristo
Algunas teorías científicas calan hasta el público menos aficionado a la ciencia. Esto se debe a que tratan sobre aspectos que parecen afectarnos muy directamente como seres humanos. Indudablemente, se trata de una apreciación parcial: nos afecta de igual modo -o incluso más- la existencia o inexistencia de las supercuerdas que la estructura del árbol evolutivo de los primates. Sin embargo, poca gente siente inquietud por las partículas elementales que forman los átomos de los que se compone su cuerpo, pero sienten un irrefrenable interés por saber si el Homo sapiens desciende de un ancestro común con los chimpancés.
En el caso del darwinismo (o por ser más correctos, de la teoría de la evolución mediante selección natural), este fenómeno se produjo desde el mismo día de la publicación de «El Origen de las Especies». La simple idea de que el ser humano no fuera un ser único, distinguido y radicalemnte separado de las apestosas bestias, es algo que muchas mentes acomodadas en la autoproclamada superioridad de nuestra raza no eran, ni son, capaces de asimilar.
De igual forma, aunque situados en el equipo contrario, numerosos fanáticos antireligiosos ven en las tesis darwinistas un arma contra la espiritualidad que aborrecen. Para ellos, nada mejor que una supuesta demostración científica de que dios no existe, o al menos una explicación sobre el origen del ser humano que no requiera de ninguna deidad modelando barro primigenio.
También es común leer que el bueno de Sir Charles no sólo no olía a azufre, sino que fue un pertinaz creyente hasta el final de sus días, no abandonando nunca el cristianismo y acoplando sus teorías a la existencia indudable de los reinos celestiales. En un curioso punto intermedio, circula la leyenda de que si bien abandonó la fe a lo largo de sus investigaciones, se retractó en su lecho de muerte lamentando todo el mal que había infringido a la cristiandad y renegando de sus «creencias» evolucionistas.
Sin embargo, para decepción de unos y de otros, todos estos tópicos son radicalmente falsos. Darwin no tenía como objetivo derrocar a ningún dios, pero tampoco pretendió armonizar la evolución con la Biblia. Darwin se limitó a emitir una teoría para explicar la biodiversidad, lo demás son solo frutos de la inmadurez e inseguridad de aquellos que a lo largo de la historia de la humanidad, han necesitado militar irracionalmente en cualquier tipo de creencias que aporten el sentido a su existencia, sentido que son incapaces de encontrar mediante la razón. El ateismo o -como él prefería denominarlo- agnosticismo de Darwin fue algo méramente circunstancial y completamente irrelevante para la contribución que el naturalista inglés realizó al conocimiento biológico. Charles Darwin fue uno de tantos creyentes pasivos que acabó abrazando el agnosticismo sin ningún tipo de fanatismo o radicalidad.
El Darwin religioso
A pesar de que Darwin cursó estudios de Teología en el Christ’s College de la Universidad de Cambridge y se preparaba para convertirse en ministro de la Iglesia, no podemos decir que fuera especialmente religioso. Es necesario entender la sociedad de la época para comprender como el sacerdocio podía representar una cómoda salida profesional que permitiera otras actividades más placenteras, como el estudio de la historia natural, que era uno de los temas que más atraía nal joven Charles en aquellos años, además de otras ocupaciones menos académicas. Únicamente el ofrecimiento de un puesto de naturalista sin remunerar en el HMS Beagle, tras graduarse en 1831, evitó que Darwin acabara de párroco rural como tantos otros indecisos estudiantes acomodados de la Inglaterra previctoriana. La familia de Darwin no era especialmente religiosa, simplemente consideró la salida sacerdotal como un porvenir seguro y aceptable para el joven Charles, al igual que ocurría en otras muchas familias acomodadas.
Tras el viaje por sudamérica, no volvió a sentir ningún tipo de interés por la carrera religiosa, aunque tampoco rechazó su fe cristiana hasta mucho después, a pesar de que el cristianismo irracional del Capitan Fritzroy, comandante del Beagle le produjera un gran rechazo. El mismo Darwin reconoció que no dejó de ser creyente hasta los 40 años y sin duda se trató de un proceso gradual, en el que resulta difícil saber que papel jugaron sus investigaciones sobre evolución y cuál otros factores personales, como la particular repulsa que le producía una doctrina que condenaba al tormento eterno a librepensadores como su abuelo o su propio padre. Lo que culminó el abandono definitivo de la fe cristiana fue el fallecimiento de su hija Annie, a los 10 años de edad, tras una enfermedad que afectó profundamente a Darwin y le hizo replantearse el sentido de la existencia humana. En palabras de su biógrafo -y tataranieto- Randal Keynes, «[su descreimiento] fue muy lento, gradual hasta llegar a la duda profunda. Antes de la muerte de Annie empezó a dudar sobre el mensaje de salvación del Nuevo Testamento. Consciente de las aferradas creencias de Emma, quiso creer en un Dios bueno, pero la muerte de su hija se lo puso muy difícil».
El Darwin agnóstico
Sin embargo, Darwin no demostró jamás un radicalismo antirreligioso, ni siquiera tras la muerte de su hija Annie. Según sus biógrafos, la excelente relación con su esposa Emma, cristiana devota y veneradora de la Biblia, pudo moderar considerablemente su posición religiosa. A los 62 años, en 1871, escribía: «nunca había sido ateo en el sentido de negar la existencia de un Dios […] Creo que en general (y más cuanto más viejo me hago) aunque no siempre, creo que «agnóstico» sería una descripción correcta de mi pensamiento».
Sin una fe sólida desde la infancia, educado en el seno de una familia no especialmente religiosa, con serias evidencias contradictorias con el literalismo bíblico y profundamente afectado por la muerte de su hija, el agnosticismo de Charles Darwin puede calificarse prácticamente de lógico. No obstante, en otras circunstancias diferentes, el brillante naturalista podría haber realizado la misma labor científica sin abandonar su fé, tal y como hicieron muchos otros evolucionistas como Wallace, Gray o Kinsley. En 1879 escribía «un hombre puede ser un ardiente teísta y un evolucionista», citando como ejemplos a Charles Kinsley y Asa Gray.
Pero el mito de su arrepentimiento y rechazo a la teoría evolutiva en el lecho de muerte es otra leyenda sin ningún tipo de fundamento. Tal confesión se cuenta que la realizó a una dama llamada Lady Hope, publicada posteriormente en el Boston Watchman Examiner. Sin embargo, los familiares de Darwin aseguraron que la pretendida confidente no solo no había estado presente en el lecho de muerte de Sir Charles, sino que ni siquiera había llegado a conocerle en persona.
Cuando murió en 1882, Darwin era un agnóstico de facto, desengañado de una fé que no cubría sus espectativas, y ante la que encontraba serias dificultades morales y racionales. Una situación a la que llegó gradualmente y espoleado por diversas cuestiones personales y científicas. De ningún modo desarrolló su teoría con el objetivo de derribar a un dios; por el contrario, su abandono fue consecuencia -al menos en parte- del desarrollo de ésta.
¿De quién es el problema?
Ciencia y religión no tienen porqué entrar en conflicto si la una no se inmiscuye en el terreno de la otra. La evolución no demuestra la inexsitencia de dios, de igual forma que tampoco la apoya. Dios no es un objeto de estudio de la ciencia, y la biología evolutiva como disciplina científica no tiene nada que decir sobre algo con lo que no puede trabajar. Dos cuerpos que no pueden tocarse difícilmente pueden pelear.
Una creencia basada en un ser superior indetectable no podrá jamás ser refutada por experimento ni evidencia alguna, simplemente no podemos trabajar científicamente con esa idea de igual forma que no podemos medir la capacidad de un bidón de gasolina con unas tijeras.
El problema aparece cuando dejamos el ámbito propio de una disciplina para arroyar un campo que corresponde a otro tipo de estudio. Si en lugar de postular la existencia de una personalidad supraterrena e inmensurable, me empeñara en afirmar que en el centro de la Ciudad de México existe una pirámide con tres dinosaurios bailando en el ápice, tardaría poco en ver contradicha mi fé: bastaría con viajar a México para comprobar la veracidad o falsedad de mi creencia.
Y eso es lo que ocurre, no con la religión, sino con el literalismo religioso. Basar el sentido de la vida en hechos como la existencia de Adán y Eva, la creación simultánea e independiente, o una edad de 6.000 años para el planeta, es saltar fuera del campo y sin red. Estos hechos sí son comprobables, y en caso de no ser ciertos, ponen en serio peligro la estabilidad emocional de quien ha fundamentado su salvación eterna en ellos.
El darwinismo, la evolución, la biología o la física no ponen en peligro la fe de un creyente; únicamente hacen tambalear las mentes irracionales que pretenden transformar viejos mitos en hechos incuestionables, más allá de toda lógica y raciocinio. El problema es suyo, de igual forma que el paranoico sufre la persecución únicamente en su alterada cabeza. Los fantasmas y los demonios sólo existen en su retorcida imaginación, al igual que el olor a azufre de Sir Charles Darwin.
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