Poesías de José María Gabriel y Galán (3)
I
Era un día crudo y turbio de febrero
que las sierras azotaba
con el látigo iracundo
de los vientos y las aguas...
Unos vientos que pasaban restallando
las silbantes finas alas...
Unos turbios, desatados aguaceros,
cuyas gotas aceradas
descendían de los cielos como flechas
y corrían por la tierra como lágrimas.
Como bajan de las sierras tenebrosas
las famélicas hambrientas alimañas,
por la cuesta del serrucho va bajando
la paupérrima jurdana...
Lleva el frío de las fiebres en los huesos,
lleva el frío de las penas en el alma,
lleva el pecho hacia la tierra,
lleva el hijo a las espaldas...
Viene sola, como flaca loba joven
por el látigo del hambre flagelada,
con la fiebre de sus hambres en los ojos,
con la angustia de sus hambres en la entraña.
Es la imagen del serrucho solitario
de misérrimos lentiscos y pizarras;
es el símbolo del barro empedernido
de los álveos de las fuentes agotadas...
Ni sus venas tienen fuego,
ni su carne tiene savia,
ni sus pechos tienen leche,
ni sus ojos tienen lágrimas...
Ha dejado la morada nauseabunda
donde encueva sus tristezas y sus sarnas,
donde roe los mendrugos indigestos,
de dureza despiadada,
cuando torna de la vida vagabunda
con el hijo y los mendrugos a la espalda,
y ahora viene, y ahora viene de sus sierras
a pedirnos a las gentes sin entrañas
el mendrugo que arrojamos a la calle
si a la puerta no lo pide la jurdana.
II
¡Pobre niño! ¡Pobre niño!
Tú no ríes, tú no juegas, tú no hablas,
porque nunca tu hociquillo codicioso
nutridora leche mama
de la teta flaca y fría,
álveo enjuto de la fuente ya agotada.
Te verías, si te vieras, el más pobre
de los seres de la tierra solitaria.
No envidiaras solamente al pajarillo
que en el nido duerme inerte con la carga
de alimentos regalados
que calientan sus entrañas,
envidiaras del famélico lobezno
los festines que la loba le depara,
si en la noche tormentosa con fortuna
da el asalto a los rediles de las cabras...
Estos días que en la sierra se embravecen,
por la sierra nadie vaga...
Toda cría se repliega en las honduras
de cubiles o cabañas,
de calientes blandos nidos
o de enjutas oquedades subterráneas.
Tú solito, que eres hijo de un humano
maridaje del instinto y la desgracia,
vas a espaldas de tu madre recibiendo
las crüeles restallantes bofetadas
de las alas de los ábregos revueltos
que chorrean gotas de agua.
Tú solito vas errante
con el sello de tus hambres en la cara,
con tus fríos en los tuétanos del cuerpo,
con tus nieblas en la mente aletargada
que reposa en los abismos
de una negra noche larga,
sin anuncios de alboradas en los ojos,
orientales horizontes de las almas
III
Por la cuesta del serrucho pizarroso
va bajando la paupérrima jurdana
con miserias en el alma y en el cuerpo,
con el hijo medio imbécil a la espalda...
Yo les pido dos limosnas para ellos
a los hijos de mi patria:
¡Pan de trigo para el hambre de sus cuerpos!
¡Pan de ideas para el hambre de sus almas!
La «Galana»
I
¡Pobrecita madre!
¡Se murió solita!
Cuando vino el cabrero a la choza
con la cabra «Galana» parida
y el trémulo chivo
sin lamer ni atetar todavía,
vio a la madre muerta
y a la niña viva.
Sobre un borriquillo,
sobre una angarilla
de las del aprisco,
se llevaron la muerta querida
y él se quedó solo,
solo con la niña...
La envolvió torpemente en pañales
de dura sedija,
y amoroso la puso a la teta
de la cabra «Galana» parida...
-¡«Galana», «Galana»!
¡Tate bien quietita!...
¡Tate asín, que pueda
mamar la mi niña!»
Y la cabra balaba celosa,
por la fiebre materna encendida,
y poquito a poquito, la teta
fue chupando la débil niñita...
¡Pobre cabritillo!
¡Corta fue tu vida!
II
Solita en el chozo
se queda la niña
mientras lleva el pastor las ovejas
a pacer por aquellas umbrías.
Cerca del chocillo
pace la cabrita,
nerviosa, impaciente,
con susto, con prisa,
y si el viento le hiere el oído
con rumores de llanto de niña,
corre al chozo balando amorosa,
se encarama en la pobre tarima,
se espatarra temblando de amores,
se derringa balando caricias
y le mete a la niña en la boca
la tetaza henchida
que derrama en ella
dulce leche tibia...
¡Qué lechera y qué amante la cabra!
¡Qué robusta y qué santa la niña!
III
¿Serían los lobos?
¿Algún hombre perverso sería?
Una tarde la cabra «Galana»,
la amante nodriza,
se arrastraba a la puerta del chozo
mortalmente herida.
Allá adentro sonaron sollozos,
sollozos de niña,
y un horrible temblor convulsivo
agitó a la expirante cabrita,
que luchó por alzarse del suelo
con esfuerzo de angustia infinita.
Y en un último intento supremo
de sublime materna energía,
que arrancó dolorosos acentos
de la cencerrilla,
y en un largo balido amoroso...
¡se le fue la vida!...
IV
Ni leche de ovejas
ni dulces papillas,
ni mimos, ni besos...
¡Se murió la niña!
¡Esta vez quedó el crimen impune!
¡Esta vez no brilló la justicia!
INMACULADA
I
Dime coplas, musa mía.
¿Me las niegas por vulgares?
¿Me reprendes la osadía
de que en coplas populares
quiera cantar a María?
¿Murmuras avergonzada
porque en la ruda tonada
de esta mortal criatura
no cabe la gran figura
de María Inmaculada?
¡Bien lo sé yo, musa mía!
El gran himno de María
no lo rima ni lo canta
miel de humana poesía
ni voz de humana garganta.
Ni tú, porque eres tan ruda
que vives con la desnuda
Naturaleza en amores,
amante, extática y muda
de encinas, piedras y flores,
ni esotra sutil y grave
musa de rica realeza
que dicen que tanto sabe,
daréis jamás con la clave
del himno de la pureza.
Ese gran himno bendito
ya está en los cielos escrito
por Dios con cifras de estrellas...
¿Qué no sabrán decir ellas,
letras de un libro infinito?
Pero escucha, musa mía:
la música reverente
del poema de María
es la total armonía
del Universo viviente,
y todo lo que es cantar,
y todo lo que es bullir,
entero se le ha de dar,
porque cantar es amar,
porque agitarse es sentir.
Y yo, corazón de arcilla,
que adoro tanta grandeza,
le debo mi tonadilla...
Negársela por sencilla
fuera negar mi pobreza.
II
Yo he cantado cosas puras:
radiosas noches serenas,
empapadas de dulzuras.
de castos silencios llenas
y henchidas de hondas ternuras.
Hele rimado cantares
al candor de las palomas
de mis blancos palomares
y a la miel de los aromas
de mis ricos tomillares.
He cantado la blancura
de la azucena sencilla,
la purísima tersura
de la nieve de la altura,
que es la nieve sin mancilla.
He cantado la pureza
de las fuentes naturales,
la gentil delicadeza
que en los blancos recentales
expresó Naturaleza:
la sonrisa matutina
de los días abrileños,
la disuelta purpurina
con que tiñen la colina
los crepúsculos risueños;
los arrullos guturales
y los ósculos caídos
en las caras celestiales
de los niñitos dormidos
en los brazos maternales...
Cosas puras he cantado,
cosas puras he sentido,
y con ellas embriagado,
como un niño me he dormido,
como un ángel he soñado...
Mas ni en mis noches divinas
con estrellas diamantinas,
ni en mis caseras palomas,
ni en la miel de los aromas
de mis natales colinas,
ni en las puras azucenas,
ni en las fuentes de la umbría,
ni en las auroras serenas,
ni en las dulces tardes llenas
de profunda melodía,
ni en los besos ideales,
ni en las mieles musicales
de las madres cuando cantan,
ni en las risas celestiales
de los niños que amamantan,
encontró la musa mía
pobre símbolo siquiera
que con miel de poesía
interpretarme pudiera
la pureza de María...
III
¿Qué nombre darte, hechicero?
Nada me dice el grosero
decir del humano idioma,
ni cuando dice paloma
ni cuando dice lucero.
¿Cómo bosquejar tu alteza
con pobre imagen oscura
que ofrezca Naturaleza,
si no hizo Dios criatura
gemela tuya en pureza?
Fuente de aguas celestiales,
crisol de amores humanos
que tus ojos virginales
depuran de los livianos
sedimentos mundanales;
sol del más dichoso día,
vaso de Dios, puro y fiel;
¡por Ti pasó Dios, María!
¡Cuán pura el Señor te haría
para hacerte digna de Él!
Manantial de los consuelos,
plenitud de los anhelos,
luz que toda luz encierra,
embeleso de los cielos,
alegría de la tierra...
¿Qué más decirse podría
en tu alabanza y loor,
después de decir que un día
fuiste sin mancha, ¡oh María!,
la Madre del Redentor?
Corazón que ante tu planta
no adore grandeza tanta,
¡muerto o podrido ha de estar!
Garganta que no te canta,
¡muda debiera quedar!
IV
Musa mía campesina,
que vives enamorada
de la fuente y de la encina,
de la luz de la alborada,
de la paz de la colina,
del vivir de mis pastores,
del vibrar de sus sentires,
del pudor de sus amores,
del vigor de sus decires
y el callar de sus dolores...
¿No me has dicho, musa mía,
que te placen cosas bellas?
¡Pues viértete en armonía,
que es centro de todas ellas
la belleza de María!
¿No me dices, cuando cantas
el candor y la humildad,
que te placen cosas santas?
Pues María es, entre tantas,
la más grande santidad.
¿No tienes para la alteza
de cosas puras tonada?
¡Pues la esencia, la riqueza,
el sol de toda pureza
es María Inmaculada!
¡Rima y canta musa adusta!
¡Canta el misterio insondable
cuya grandeza te asusta!...
¡La divina Madre Augusta
con los pobres es amable!
Yo la he visto sonriente
escuchando el balbuciente
decir de rudos cantares
que ante míseros altares
le rimaba ruda gente...
Gente de sano vivir
que al sentirla Inmaculada,
le cantaba su sentir.
¡El del alma enamorada
es el más bello decir!
¡Madre mía! ¡Madre mía!
¡Que beba mi poesía
pureza de tu pureza!
¡Que aprenda a tomar belleza
de tu belleza María!
¡Que suba tu amor ardiente
del corazón del creyente
a la mente del poeta,
y oirás el himno ferviente
que el gran misterio interpreta!
¡Que el mundo pura te adore!
¡Que te cante y que te implore!
¡Que tú le mires amante
cuando rece, cuando llore,
cuando bregue, cuando cante!
Y que a una voz concertada
diga ante tanta grandeza
la Humanidad prosternada:
¡Gloria a Dios en la pureza
de María Inmaculada!
MI MONTARAZA
I
No hay bajo el cielo divino
del campo salamanquino,
moza como Ana María,
ni más alegre alquería
que Carrascal del Camino.
En Carrascal nació ella,
y si antes no fuese bella
su natal tierra bendita,
fuéralo porque la habita
la rosa de monte aquella.
No nace en tierra cristiana
flor silvestre más lozana
ni hormiga más vividora,
ni moza más castellana,
ni mujer más labradora.
Hermosa sin los amaños
de enfermizas vanidades,
tiene unos ojos castaños
con un mirar sin engaños
que infunde tranquilidades.
Sencilla para pensar,
prudente para sentir,
recatada para amar,
discreta para callar,
y honesta para decir;
robusta como una encina
casera cual golondrina
que en casa canta la paz,
algo arisca y montesina
como paloma torcaz;
agria como una manzana,
roja como una cereza,
fresca como una fontana,
vierte efluvios de alma sana
y olor de Naturaleza.
¿Qué extraño que los favores
implore yo del Destino,
si estoy enfermo de amores
por la reina de las flores
de Carrascal del Camino?
II
¿Me quieres, Ana María?
Yo me he soñado que sí;
mas dudo que guarde impía
la ingrata fortuna mía
tesoro tal para mí;
pues de esos montes no lejos,
hay otros montes ceñudos
con montaraces ya viejos
que tienen hijos talludos
atentos a sus consejos.
Y sé que a esas alquerías
van también ricos señores
a celebrar cacerías,
a dirigir sus labores
y a ver sus ganaderías;
y a mí me causa terror
que en ese rincón de paz
den contigo, rica flor,
el hijo de un montaraz
o el hijo de un gran señor.
Felicidad que soñé,
esposa que presentí,
mujer que luego busqué
y ángel que al cabo encontré
deben de ser para mí.
Dile al hijo del señor
de la vecina alquería
que dice tu servidor
que no nació Ana María
para caprichos de amor;
que en las ciudades doradas
encontrará lindas flores
más suyas por delicadas...
¡Estas rosas coloradas
no son para los señores!
Pero si en ello porfía,
por ladrón de mi destino...,
¡lo mato si pisa un día
la raya de la alquería
de Carrascal del Camino!
Y el hijo del montaraz
de Castropardo el mayor,
el que oye mucho mejor
la voz de un viejo sagaz
que el grito de un noble amor,
si busca montaracías
que den en prados y montes
excusas y regalías,
llenos están de alquerías
esos anchos horizontes;
pues solo el amante fino
que ante el encanto se rinde
de tu mirar peregrino
merece pisar la linde
de Carrascal del Camino.
¿Me quieres, Ana María?
¿Me esperarás en la raya
de tu divina alquería,
cuando a la casa yo vaya
que pretendo llamar mía?
¡Qué buen esposo me hicieras!
¡Qué hogar tan feliz tuvieras,
si de ese monte feraz
tú la montaraza fueras
y fuera yo el montaraz!
Sé por guardas y pastores
que riges ya a maravilla
la casa de tus mayores,
donde, por buena y sencilla,
te adoran tus servidores;
y yo me tengo jurado
ser un amo tan honrado
y un montaraz tan cabal
como el mejor que ha pisado
los montes de Carrascal.
¿No sabes, Ana María
que yo he tenido parientes
en una montaracía
y sé lo que son sirvientes
y sé lo que es la alquería?
Hogaño he mercado en Alba
una yegua de Peñalba
de rutilante mirar,
tres años, negra, cuatralba,
rica sangre y buen andar;
un precioso bruto fiero
con nobleza de cordero,
blondas crines y ancha nalga,
músculos curvos de acero
y enjutos remos de galga.
Y en este animal brioso,
que nunca al trajín se rinde
de su marchar vigoroso,
vigilaré cuidadoso
tus montes de linde a linde;
y ni en los montes vecinos
han de quedar clandestinos
y atrevidillos pastores,
ni furtivos cazadores,
ni leñadores dañinos.
Y corrigiendo criados,
y amparando desgraciados,
será nuestra casa un día
vivienda de hombres honrados,
colonia de la alegría.
¿Quién más dichoso ha de ser
que el hombre que va a tener
bellos campos que cuidar,
sabroso pan que comer
y esposa a quien adorar?
Deudos que enfermo me halláis,
amigos que me estimáis,
hombres que me conocéis,
todos los que me queréis,
todos los que me envidiáis,
¡pedid en justa porfía
que me conceda el Destino
la mano de Ana María
y aquella montaracía
de Carrascal del Camino!
A CÁNDIDA
I
¿Quieres, Cándida saber
cuál es la niña mejor?
Pues medita con amor
lo que ahora vas a leer.
La que es dócil y obediente,
la que reza con fe ciega,
con abandono inocente.
la que canta, la que juega.
La que de necias se aparta,
la que aprende con anhelo
cómo se borda un pañuelo,
cómo se escribe una carta.
La que no sabe bailar
y sí rezar el rosario
y lleva un escapulario
al cuello, en vez de un collar.
La que desprecia o ignora
los desvaríos mundanos;
la que quiere a sus hermanos;
y a su madrecita adora.
La que llena de candor
canta y ríe con nobleza;
trabaja, obedece y reza...
¡esa es la niña mejor!
II
¿Quieres saber, Candidita,
tú, que aspirarás al cielo,
cuál es perfecto modelo
de cristiana jovencita?
La que a Dios se va acercando,
la que, al dejar de ser niña,
con su casa se encariña
y la calle va olvidando.
La que borda escapularios
en lugar de escarapelas;
la que lee pocas novelas
y muchos devocionarios.
La que es sencilla y es buena
y sabe que no es desdoro,
después de bordar en oro
ponerse a guisar la cena.
La que es pura y recogida,
la que estima su decoro
como un preciado tesoro
que vale más que su vida.
Esa humilde jovencita,
noble imagen del pudor,
es el modelo mejor
que has de imitar, Candidita.
III
¿Y quieres, por fin, saber
cuál es el tipo acabado,
el modelo y el dechado
de la perfecta mujer?
La que sabe conservar
su honor puro y recogido:
la que es honor del marido
y alegría del hogar.
La noble mujer cristiana
de alma fuerte y generosa,
a quien da su fe piadosa
fortaleza soberana.
La de sus hijos fiel prenda
y amorosa educadora;
la sabia administradora
de su casa y de su hacienda.
La que delante marchando,
lleva la cruz más pesada
y camina resignada
dando ejemplo y valor dando.
La que sabe padecer,
la que a todos sabe amar
y sabe a todos llevar
por la senda del deber.
La que el hogar santifica,
la que a Dios en él invoca,
la que todo cuanto toca
lo ennoblece y dignifica.
La que mártir sabe ser
y fe a todos sabe dar,
y los enseña a rezar
y los enseña a crecer.
La que de esa fe a la luz
y al impulso de su ejemplo
erige en su casa un templo
al trabajo y la virtud...
La que eso de Dios consiga
es la perfecta mujer,
¡y así tienes tú que ser
para que Dios te bendiga!
A S.M. EL REY
Señor: No soy un juglar;
soy un sincero cantor
del castellano solar.
Canto el alma popular;
no tengo nombre, señor.
Por eso, porque un oscuro,
porque un sincero es quien canta
y no un cortesano impuro,
oiréis el de mi garganta
canto llano, pobre y duro.
Más placerá a vuestro oído
el débil trinar sentido
del pájaro del erial
que el resonante graznido
del hueco pavo real.
Señor: si en ese sagrado
solar de español sentir
han ante vos ocultado
con luz de vivir dorado
sombras de negro vivir,
mintió la vieja embustera
que llaman cortesanía...
¡Mejor a su rey sirviera
si, en bien de la Patria mía,
verdad a su rey dijera!
No sé con reyes hablar;
mas, bien podréis perdonar
que yo platique con vos
tal como en son de rezar
platico de esto con Dios.
Estáme la fe enseñando
y estáme el amor diciendo
que todo se toma blando
a nuestro Dios invocando
y a nuestro rey requiriendo.
Que Dios corona a los reyes
para que a mundos mejores
lleven innúmeras greyes,
mejor que atadas con leyes,
sueltas en cursos de amores.
Señor: en tierras hermanas
de estas tierras castellanas,
no viven vida de humanos
nuestros míseros hermanos
de las montañas jurdanas.
Señor: no oigáis las canciones
de las doradas sirenas,
que solo cantan ficciones...
¡Los más grandes corazones
son los que arrostran más penas!
Dolor de cuantos los vieren,
mentís de los que mintieren,
aquí los parias están...
De hambre del alma se mueren,
se mueren de hambre de pan.
Hasta este monte eminente
donde rimo mis cantares
sube famélica gente
que mis modestos manjares
devora violentamente...
Tanta pena he contemplado
que unas veces he llorado
con llanto de compasión,
y otras mi voz han velado
gemidos de indignación.
Porque infama la negrura
de la siniestra figura
de hombres que hundidos están
en un sopor de incultura
con fiebre de hambre de pan.
Limosna de un rey cristiano
es manantial soberano
de grande consolación...
Mas nunca llega la mano
donde llega el corazón.
La Patria es madre amorosa
que hace milagros de amores...
¡Tienda una mano piadosa
que disipe los horrores
de esta visión afrentosa!
Señor: no soy un juglar.
Yo nunca rimo un cantar
si no me lo pide amor.
La Patria me hizo vibrar...
¡Patria sois también, señor!
Cuentas del tío Mariano
Araba el tío Mariano
la húmeda tierra gredosa,
y entre la bruma lluviosa
del horizonte lejano,
con cierta noble ansiedad
que a la amargura se junta,
miraba, al volver la yunta,
las torres de la ciudad.
Allí los amos estaban
de aquel pedazo de llano,
ya convertido en pantano
por lluvias que no amainaban.
Y no pensaba el rentero
que el amo estaba al abrigo
del bofetón del hostigo
y el frío del aguacero.
Aspiraciones más parcas
tentaban al viejo charro
mientras hundía en el barro
sus bien calzadas abarcas.
Era un día de febrero
revuelto, lluvioso y frío;
cada camino era un río
y un charco cada sendero.
Bajaban por las quebradas
turbios regatos zumbando,
que iban el hoyo inundando
de hoscas aguas coloradas.
Y era el barbecho un fangal,
y el prado un estanque era,
y una charca la ribera,
los valles un chapatal.
Arrebataba el solano
las gotas del aguacero,
que eran las puntas de acero
de su látigo inhumano.
Iracundos los zagales
bregaban con los corderos
y los cabritos zagueros
hundidos en los fangales.
Y el pobre tío Mariano,
con la anguarina calada,
bajo un brazo la aguijada
y en la mancera una mano,
arando estaba en tal día
por no perder una huebra,
donde diz que el viento quiebra
cosa que él solo diría,
pues en aquella desnuda
tierra llana sin abrigo
le flagelaba el hostigo
la cara con saña cruda.
Y así malamente araba
y echaba el hombre sus cuentas,
las cuentas de aquellas rentas
que por las tierras pagaba.
Bien echadas las tenía,
pero con mal resultado,
y así, terco y porfiado,
las iba haciendo aquel día;
«Las rastras ya no las miento;
hogaño, si pinta el año,
no será ningún extraño
que me arrimase a las ciento.
Se ha derramao en sazón;
la desará fue mu guapa,
y si sigue asín, no escapa
de haber buena granición.»
(Este cálculo lo hacía
con las leves omisiones
de langosta, inundaciones,
de pedriscos y sequía...)
«¡Ahora, tanto pa calzar,
tanto en vestir y en comer...
(Y no hablaba de beber,
porque era hablar... de la mar.)
«Tanto pa contribuciones,
tanto pa renta y simiente...»
Y así fue del remanente
practicando sustracciones.
Y de las ciento supuestas
sustrajo el tío Mariano
tantas fanegas de grano,
que al pasar de ciento éstas,
puso cara de ansiedad,
dijo con pena, mirando
y el cuerpo zarandeando,
las torres de la ciudad:
«Si hogaño fuese allá un día
y el amo bajar quisiera
seis fanegas..., ¡cualisquiera,
cualisquiera me tosía!...»
¡Señor del tío Mariano!:
si acude a ti, sé piadoso,
que harás un hogar dichoso
con seis fanegas de grano.
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