La desigualdad histórica ha venido engendrando a lo largo del tiempo una desigualdad de condiciones y, en consecuencia, una duplicidad de clases: la minoría directora y la mayoría gobernada. La acción de la primera sobre la segunda se ha de resolver inevitablemente en una tutela administradora o una explotación.

En la España actual, donde las elites y el enjambre de parásitos que les sirve de instrumento carecen de sentido moral, ha acontecido, lógicamente, lo segundo, y la ideología marxista, el comunismo depredador que ha devenido en capitalsocialismo, con toda su cohorte de vergüenzas e infamias, resulta, en consecuencia, un fenómeno tan natural como la salida del sol.

Sirviendo lo anterior como proemio, digamos que, cuando una sociedad se deja clavar en el madero, como se ha dejado la nuestra, sin proferir un solo grito, ¿con qué razón habría de tener voz y prestigio entre las naciones que tratan de tomar parte activa en la formación de la historia contemporánea y aspiran a una regeneración o a la continuación del progreso?

El pueblo ha renunciado a su soberanía, permitiendo que sólo tengan voz los políticos, los oligarcas y sus lóbis, los intelectuales de pesebre, la cultura de la zeja, los falsos creadores de opinión, los sectarios de toda laya. Y, mientras consentía tal abominación, se ha dejado envolver por la coartada de la paz y el orden, máscara favorita de todos los despotismos.

La plebe, embebida en la cultura del goce, ha contemplado impasible la cínica deslealtad, la corrupción descarada o el inmenso crimen. Porque tan viejo como el andar a pie es que los déspotas, causantes y aprovechados del río revuelto, quieran inocular en los demás la moderación y el diálogo para poder ellos ejercer con más inmunidad su violencia y sus ventajas.

En la democracia nominal que se han montado los capitalsocialistas, que unos ensalzan con mejor retórica que otros, pero en la que nadie cree, el dinero sigue siendo intocable. En España, en general, no hay empresas, sino negocios, y se confunden dinero y riqueza, valor y precio. La corrupción es hija de la filosofía imperante, que prioriza el ganar dinero sin importarle cómo ganarlo, y explica a la gente que el que no lo gane a espuertas y de cualquier forma es idiota.

También ocurre algo increíble para cualquier mente razonable, y es que los que más derechos tienen hoy en España son los que más la atacan y denigran, los que más ascos le hacen a ser españoles, los más hispanófobos. Los intereses particulares se ocultan bajo los intereses generales, por eso hay consenso en la mayoría parlamentaria para protegerse y proteger a los más poderosos, sus jefes.

Los oligarcas financieros y políticos cabalgan con gran ceremonia y ven el temor y la voluptuosidad emparejados en el rostro del pueblo, un temor y una sensualidad no necesariamente inspirados por ellos, sino por la teatralidad de su albañal informativo, de su pompa mediática, a la que el pueblo sigue acudiendo, alienado, sin que nadie sea capaz de quebrar la estrategia y la impunidad de los impostores y de sus siervos.

Todo ello bajo una doble moral, tácitamente aceptada, que permite delinquir y traicionar y seguir siendo inocente si se es autoridad o se está agremiado a ella. Idea suprema del político de la casta y de sus colaboradores, para quienes mentir en público y ciscarse en la justicia no impide seguir dando clases solemnes de sacrificio, virtud y verdad. Pues las muchedumbres, abducidas y estragadas por la propaganda de sus conductores, han acabado aceptando la manipulación como sistema informativo, la mentira como sistema político, y el fraude como sistema económico, intelectual y educativo.

La partidocracia, convertida en secta omnipresente, funciona a golpe de consignas, y sus preceptos en la sombra movilizan los dispositivos de poder mediático que ocultan sus abusos y forjan la opinión del ciudadano. Con vergonzosa falta de criterio y de respeto hacia sus gobernados, estas señorías impunes no dejan de hartarse de opacas comisiones y nepotismos, y de subirse y complementarse los sueldos. A ellos y a su clientela.

Los sindicatos y las bandas violentas -no gobernando los suyos- sacan a la gente a las calles por una nonada, pero aguantan su mala conciencia de no movilizarse, en circunstancias políticas contrarias, ante injusticias laborales clamorosas, subidas de precios y de impuestos ruinosos para las clases medias, y millones y millones de parados.

Tras más de cuatro décadas de leyes aberrantes, corrupción y crimen, cientos de procesos y de recursos aguardan pacientemente su esclarecimiento y su sentencia, como lo exige la credibilidad de la democracia, de la Constitución y del propio Estado, y no obstante la justicia permanece muda. Los jueces, en general, están disponibles para el poder y, aparentando celo o cubriéndose con el manto de la justicia, arremeten contra aquel enemigo que, por serlo de sus señores, es también enemigo suyo.

Si un ciudadano, como nuevo Diógenes, se paseara farol en mano por las televisiones, los periódicos y las radios al uso en busca de un informador ético, le sería imposible encontrarlo. Lo único que vería claro es que la gobernación de España está sometida no a la conveniencia política y social del común, sino a los intereses de una minoría. Esta España capitalista y frentepopulista, siendo de todos sus enemigos, no es ni europea, ni americana, ni árabe, ni china, ni sobre todo española, ni se sabe qué coño es, y tenemos que verla como una hoja caída a merced del viento corredor.

Los necios y los resentidos, que son mayoría, eligen a los listos y a los malvados, porque prefieren quedarse tuertos con tal de que al vecino le saquen los dos ojos. Y, entre unos y otros, nos han obligado a ver la política -y a sus profesionales- como algo sombrío y execrable que corrompe todo lo que toca. Y nos han hecho comprender que vivimos en una sociedad totalitaria, alienada por dogmas y consignas, cuyos individuos han perdido su identidad y cuyas leyes y reglas sociales son utilizadas como instrumentos de temor y de opresión.

Cuando todo eso sucede, podemos decir que las ideas y la convivencia se han falseado, la democracia es un enjuague y la Patria ha sido traicionada y secuestrada por un grupo mafioso. Estamos en la España distópica, sueño y modelo de cualquier alma miserable. Por lo tanto, para volver a la España de unidad y de progreso, ya que no a una España utópica, sería benéfico que llegara un huracán, un cataclismo, una tragedia... y la inmensa catástrofe arrastrara con ella -selectivamente- todo lo agusanado y podrido.