Despues de una enfermedad
Despues de una enfermedad
De las amargas olas de tu llanto
Nacieron las espumas de tu risa, Y hoy no distingue el ánima indecisa Lo que es en ti gemido y lo que es canto. Ya del austero Bruto con el manto, Ya de Marcial siguiendo la divisa, Del tiempo, que de ti se aleja aprisa, Eres admiración, gloria y encanto. Bajo los dardos de tu ingenio agudos, El vicio y la maldad doblan las frentes, Hay jueces sordos y tiranos mudos, Que tal fue tu misión entre las gentes: Ir por la tierra con los pies desnudos, Aplastando cabezas de serpientes.
Cuya voz nos aflige o nos encanta; | ||
Cuando la pulsa el entusiasmo, canta; | ||
Cuando la hiere la maldad, suspira. | ||
Ruge al contacto de la vil mentira; | ||
El choque de la duda la quebranta, | ||
Y al soplo del amor y la fe santa, | ||
Himnos entona, con que al mundo admira. | ||
Yo la mía probé, y estoy contento: | ||
¡Bendito tú, Señor, que me la diste | ||
Templada en la bondad y el sentimiento, | ||
Y las cuerdas en ella no pusiste | ||
Del necio orgullo, del afán violento, | ||
Del odio ruin y de la envidia triste! |
Ladrar a la Luna
¡No desmayes jamás ante una guerra
de torpe envidia y miserables celos!
¿Qué le importa a la Luna, allá en los cielos,
que le ladren los perros en la Tierra?
Si alguien aspira a derribarte, yerra,
y puede ahorrarse inútiles desvelos;
no tan pronto se abate por los suelos
el escorial que tu talento encierra.
¿Que no cede el ataque ni un minuto?
¿Que a todo trance buscan tu fracaso?
¿Que te cansas de luchar...? ¿No lo discuto!
Mas, oye, amigo, este refrán de paso:
¿Se apedrean las plantas que dan fruto?
¿Quién del árbol estéril hace caso?
Cualquier vivienda necesita un mantenimiento habitual. Y en el caso de un inmueble de alquiler suelen existir muchas dudas sobre quién debe hacerse cargo de las pequeñas reparaciones, si el arrendador o el arrendatario.
Según explica la Agencia Negociadora del Alquiler (ANA), el mantenimiento diario de la vivienda le corresponde al inquilino, quien es responsable de aquellos gastos periódicos que deben efectuarse en la vivienda para poder continuar disfrutando de ella en el mismo estado en que la recibió.
Pero, para que se puedan repercutir a los inquilinos estas pequeñas reparaciones, es necesario que se haya producido un desgaste por uso, por ello es muy difícil que se puedan imputar a los inquilinos estas pequeñas reparaciones en los primeros meses de los contratos o en aquellos elementos que los inquilinos apenas puedan usar.
Ahora bien, ¿de que estamos hablando cuando nos referimos a “pequeñas reparaciones?”. Claramente es un problema de interpretación, porque resulta complicado averiguar qué quiere regular exactamente el legislador cuando habla de “pequeñas” reparaciones”. Las pequeñas reparaciones que los propietarios pueden exigir a los inquilinos en el alquiler de viviendas vienen recogidas en el artículo 21.4 de la Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU), y se refiere a obras menores de escasa cuantía que no afectan a la habitabilidad de las viviendas, y que derivan del uso que hacen los arrendatarios.
Existen cinco criterios que la jurisprudencia ha utilizado para determinar cuándo estamos ante este tipo de reparaciones, y que la Agencia Negociadora del Alquiler recomienda como una buena referencia para todos lo que se dediquen al alquiler de vivienda y tengan que solucionar quién se hace cargo de las pequeñas reparaciones:
Lo que no se puede incluir dentro del apartado de pequeñas reparaciones producidas por el uso y desgaste ordinario imputables a los inquilinos, son las reparaciones originadas cuando las cosas agotan su vida útil, es decir, cuando su deterioro se debe a su antigüedad y no a un uso inadecuado, incluso cuando el elemento roto tenga poco valor o no sea indispensable para que la vivienda siga siendo habitable.
La cosa comenzó con la crisis económica de 2008, que vino a despertar al viejo continente de un sueño plácido en que estaba sumida. Todo parecía tan idílico que se había llegado a pensar que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, un logro que duraría para siempre y que ya nadie podía arrebatarnos, pero esas optimistas expectativas se derrumbaron como un castillo de naipes. Llegó el paro, la quiebra del estado del bienestar, la inquietud y el desasosiego se apoderaron de los espíritus, en medio de un estado de incertidumbre en el que lo único cierto era que ya nada volvería a ser como antes.
Apenas nos habíamos repuesto del estado de shock y cuando aparecían los primeros signos de recuperación de la crisis económica, nos viene a visitar inesperadamente la terrible pandemia del coronavirus, que habría de tener sobre la población unas consecuencias aún más funestas, no solamente en el ámbito económico sino también en el de la salud, que acabó afectando gravemente al estado emocional de los ciudadanos. La tristeza hizo mella en la población europea, robándole la alegría de vivir. Pareciera que ya no nos podía suceder nada peor, pero mira por dónde, una nueva catástrofe con la que no contábamos ha venido a ensombrecer nuestro suelo. Cuando ingenuamente creíamos que en Europa ya no habría más enfrentamientos bélicos se ha desatado una guerra de proporciones gigantescas, lo cual supone no solamente el fracaso del parlamentarismo sino que también pone de manifiesto el instinto belicoso de la propia condición humana .
El viejo continente europeo vuelve a ser escenario de una sangrienta guerra de consecuencias imprevisibles, cuando apenas se habían apagado los ecos de la tercera guerra de los Balcanes. Un desastre. La situación no puede ser más dramática y viene a echar por tierra las candorosas expectativas pacifistas. Vemos a Europa ante una papeleta difícil de solventar a todos los niveles y lo peor de todo es que esta trágica situación nos pilla con el depósito casi vacío y con pocas reservas espirituales y morales para poder enfrentarnos a ella. Es un hecho que esos valores culturales, comenzando por respeto sagrado de la vida en los que se cimentaba nuestra civilización se han perdido, como se ha perdido la institución familiar, que era el semillero donde se cultivaban esos mismos valores. ¿Qué vamos a hacer, si todas nuestras referencias, por las que tradicionalmente habíamos apostado, han ido despareciendo? ¿A qué podemos agarrarnos después de ver cómo se han derrumbado aquellas firmes convicciones en que milenariamente veníamos creyendo? ¿Qué hacemos ahora después de haberlo sacrificado todo en aras de una felicidad hedonista y canalla, fundamentada exclusivamente en el bienestar material ?
Se nos hace una llamada a salvar la civilización europea para que sirva de acicate, en orden a superar todas las dificultades que se vayan presentando, pero lo cierto es que detrás de estas palabras no hay nada más que farfolla, porque vamos a ver ¿De qué civilización nos están hablando? Hace tiempo que la civilización occidental dejó de existir, tal y como pronosticara Oswald Spengler y lo que ahora nos queda de aquella civilización esplendorosa es bien poco. Europa ha perdido su identidad, precipitándose en caída libre hacia los abismos del vacío más absoluto. Europa ha sido engullida por el nihilismo ¿Quién lo duda? Esto es lo que piensan también los filósofos de la posmodernidad desde Lyotard hasta Lipovetsky, pasando por Vattimo, poco sospechosos todos ellos de antieuropeísmo. Después de haber quedado huérfanos de Dios ya no tenemos nada donde agarrarnos. Se nos ha despojado de las finalidades últimas, que daban sentido a nuestras vidas, la dignidad de la persona ha quedado reducida a un concepto abstracto, quedándonos a fin de cuentas, sin esperanzas trascendentes.
Las raíces religiosas del viejo continente han desaparecido y lo que ahora tenemos es una cristofobia beligerante; las firmes convicciones morales de otros tiempos, fundadas en la ley natural, han sido sustituidas por un corrosivo relativismo radical, aquel sólido pensamiento filosófico, cimentado en unos principios metafísicos perennes, han dado paso a un culturalismo frívolo e insustancial. Fruto de este relativismo han aparecido el multiculturalismo y el pensamiento débil; como consecuencia de la negación de la verdad y el bien hemos llegado a pensar que todo da igual, que todo es opinable e igualmente justificable, más aún, aunque no lo confesemos abiertamente, hemos llegado a pensar que “entre el honor y el dinero lo segundo es lo primero”.
Hace tiempo que la U. E. no es otra cosa que una agrupación mercantil en la que cada cual va a lo suyo, donde las sublimes aspiraciones y nobles ideales brillan por su ausencia, donde lo material y lo económico representan todo, convirtiéndose en santo y seña de una sociedad preocupada exclusivamente por vivir el momento presente, que solo piensa en consumir. Pues bien, a esta decadente Europa le ha llegado la hora de la verdad. En estos trágicos momentos en que Rusia ha traspasado la línea roja, se ha puesto de manifiesto su impotencia e incapacidad de reacción. Las consecuencias que haya de tener esta guerra tan nefasta, no las sabemos, pero podemos estar casi seguros de que va a alterar por completo el “mapamundi”, que comenzó a erosionarse con el expresidente de Estados Unidos Donald Trump. El mundo desarticulado que se vislumbra no favorece en nada a una Europa moral y políticamente debilitada. Los supuestos hasta ahora vigentes pueden verse alterados o cuando menos cuestionados. En cualquier caso, estamos a las puertas de nuevo orden mundial, que va a ser el escenario en que habrá de disputarse el liderazgo moral. Una nueva cultura y civilización nos espera y si el Viejo Continente Europeo se empeña en no recuperar su propia identidad, si se niega a rearmarse espiritual y moralmente, va a ser muy difícil que pueda seguir teniendo un papel relevante en el mundo, esto solo lo podrá conseguir si apuesta por los valores fuertes de siempre, que son los que en su día le dieron grandeza y esplendor.
La encrucijada bélica en la que ahora nos encontramos, coloca a la U. E. en situación de replantearse muchas cuestiones. En Primer lugar, ha de salir de su indeterminación y colocarse de parte de la rectitud moral. En segundo lugar, ha de discernir con qué medios ha de hacer valer sus buenos propósitos. ¡Ojalá viviéramos en un mundo angelical donde los sentimientos pacíficos tuvieran la última palabra!, pero los recientes acontecimientos vienen a desmentirlo. Hay un dicho popular según el cual “el miedo guarda la viña”, pero para que haya miedo tiene que haber detrás una fuerza con capacidad disuasoria. Este precisamente es el sentido que habría que dar a la famosa frase mil veces repetida: “Si quieres la paz prepárate para la guerra”. Los humanos somos así. Si hoy podemos decir que existe una remota posibilidad de que Putin apriete en botón rojo es porque sabe que también otros pudieran hacer lo mismo. Es de esperar que la U. E. haya aprendido la lección. Ello no quiere decir que, tanto las personas como las instituciones, no tengamos que seguir trabajando por implantar la paz en todo el mundo, igual que debemos hacerlo con la justicia, porque si algo hay fuera de toda duda es que la paz es preferible a la guerra, del mismo nodo que la vida es mejor que la muerte. Ahora bien, en el momento presente en que vivimos hace falta que, el pacifismo europeo y los doctrinarios del “NO AL REARME MILITAR”, nos aclaren su postura dándonos a conocer sus razones y si pueden nos respondan a estas preguntas: ¿Debemos cruzarnos de brazos ante los atropellos del derecho internacional? ¿Hemos de permanecer impasibles ante las fragrantes injusticias? En definitiva ¿La única postura lícitamente aconsejable es la resistencia pasiva?
Nunca es tarde y esta podría ser la ocasión propicia para hacer un examen de conciencia que nos permitiera reconocer nuestros errores y comenzar a rectificar. Todavía está en manos de U. E. poder decidir su propio destino. No sería la primera vez que nos vemos en una situación límite, pero eso sí, hemos de tener la valentía de reconocer nuestros fallos y estar dispuestos a rectificar. Europa tiene la oportunidad de recuperar su papel de influyente mediador si es capaz de recuperar su propia historia, en que sin duda se cometieron errores, pero también está llena de gestas inconmensurables que asombraron al mundo.
Lo que ahora tenemos es una Europa en crisis, descreída, sin valores, deshumanizada y sin identidad propia; una gigantesca organización burocrática sin alma, sometida a los intereses mercantiles. Lo que ahora tenemos es una Europa defensora a ultranza de un falaz multiculturalismo heterogéneo sin rostro definido, que navega sin rumbo, cuando lo que necesitamos es una Europa clarividente y fuerte, capaz de cohesionar la voluntad de distintos pueblos que participaron de un mismo proyecto en el pasado, fundamentado en unas mismas bases jurídicas y éticas de probada solvencia, inspiradas todas ellas en el espíritu del humanismo cristiano. Esta Europa fuerte y solidaria, respetuosa con su pasado, es la que el mundo necesita. El viejo Continente todavía no está muerto, solo está dormido y lo que tiene que hacer es despertar y dar la espalda, tanto al materialismo ateo como al falaz liberalismo y comenzar a ser ella misma, solo entonces podrá soñar con fundamento en la conquista del mundo moderno que se le está escapando.
Es cierto que los árboles no nos dejan ver el bosque. La humanidad, o al menos la civilización occidental, está asistiendo a cambios portentosos que nuestro día a día no nos permite apreciar en toda su perspectiva. Desde hace muchos años, tal vez a partir de la Primera Guerra Mundial, algunos historiadores, filósofos y sociólogos se animaron a elaborar teorías sobre la evolución de las civilizaciones que, como es sabido, están sujetas a ciclos, como todo fenómeno que se manifieste sobre nuestro planeta.
Una de las causas de esta intermitencia consiste en la excesiva preocupación por nuestros bienes y ambiciones. Creo que fue Bertrand Russell quien acertó a dividir los estímulos humanos en creativos y posesivos, apuntando a estos últimos como originarios de desequilibrios internos y externos. El desvelo por lo material que, si moderado, constituye uno de los motores del progreso, lleva en sí, a su vez, el germen de nuestra perdición, cuando es desmedido.
Expuestos al desafuero por lo material, gracias en gran parte a la falacia contenida en la doctrina de la «sociedad del bienestar», radicalmente voluptuosa y consumista, y atemorizados por las catástrofes -pandémicas, climatológicas, medioambientales o bélicas- que la propaganda de los poderosos precipita constantemente contra las muchedumbres, la civilización no puede ser nunca un modelo de armonía.
El ser humano necesita mantener siempre su nivel de libertad y de dignidad por encima del de su miedo. Sólo así su comportamiento será ponderado. Porque el vínculo que en una sociedad guardan entre sí la dignidad y el miedo determina su grado de civismo. Civismo que puede evaluarse en las relaciones sociales, expresión de los conflictos particulares, y sin el que es imposible su democratización.
Una multitud angustiada nunca puede ser armoniosa ni libre. Ni, por supuesto, democrática. Los amos del mundo se afanan en mantener a las poblaciones en situaciones extremas, conscientes de que, en tales circunstancias, no tiene cabida la dignidad ni a nivel personal ni social. El peligro para la civilización occidental no se halla hoy día en Rusia ni en Putin, sino en su propia sustancia, en la diabólica elite de ese NOM que maneja los hilos de Occidente y que ha conseguido forjar unas sociedades alienadas, a imagen y semejanza de sus fatuos, necios, codiciosos y malvados dirigentes, y de sus sicarios.
Anulada la dignidad de los individuos, éstos se ven obligados a sobrevivir manipulados, soportando la evidencia de su temor y de su cobardía. Y cuando en esta coyuntura la dignidad se da, salvada por los pocos que poseen capacidades críticas y condiciones de sacrificio, deviene en ejemplo cívico y convierte a su protagonista en cuasi héroe. Lo que debiera verse como una conducta normal, se ha transformado, pues, en excepcional.
Si el principio fundamental de la democracia es el respeto a la verdad y a la dignidad de las personas, es obvio que la campanuda democracia globalista resulta una terrible impostura que los espíritus libres están obligados a denunciar y desenmascarar. La democracia -ya de por sí una concepción equívoca- hoy por hoy supone, más allá de una ficción, una miserable argucia con la que tener embaucado al gentío que, por otra parte, ha hecho dejadez de la estima y consideración debidas en la conducta personal y en las relaciones sociales, para abandonarse al miedo más ignominioso.
Aceptar los cantos de sirena de los plutócratas y de sus secuaces, que tratan de convencernos de que los occidentales nos hallamos en un mundo democrático, es, peor que un autoengaño, un error de gravísimas consecuencias, pues nos hace cómplices de la corrupción institucionalizada y nos condena a la esclavitud y a la consecuente pérdida de nuestra propia estima. Las tramposas elecciones, simbólico señuelo del Sistema para mantener la apariencia democrática, sólo sirven como depositarias de ese omnipresente temor que nos convierte en criaturas pueriles, cuando no abyectas.
¿De qué le sirve al ciudadano el derecho al voto cuatrianual, si carece del derecho a su libre albedrío? ¿Qué importancia tienen los comicios si no se acompañan del derecho real a una vivienda, al trabajo, a la seguridad ciudadana, a la sanidad eficiente, a la educación de calidad, a la cultura ennoblecedora, a la justicia independiente, a la confianza en las instituciones del Estado, a la propiedad privada, al idioma común, a la unidad y solidaridad de la patria?
¿Democracia? No, subterfugio. Una excusa sociopolítica para la corrupción y el abuso. Un recurso para mantener enajenados y explotados a los pueblos, mientras los poderosos, desde la absoluta impunidad, multiplican por mil sus riquezas. De ahí que, aprendiendo de la historia, haya que reiniciar el camino para que la convivencia no nos venga trazada por los ventajeros, ni la democracia sea objeto de idolatría ni de ajena atribución, afrentados como nos hallamos por el miedo paralizante y por la negación de la realidad, de la verdad.
El caso es que, como decía al comienzo, las estructuras de la civilización occidental, como la hemos entendido hasta ahora, se están transformando y cediendo ante otras muy distintas que van camino de fortalecerse y arraigarse. Y que, si bien disponemos de estadísticas sobre indicadores sociales y de calidad de vida (divorcios, depresiones, abortos, criminalidad, pobreza, analfabetismo, mortalidad, desempleo, etc.), así como de posibilidades para cuantificar lo material, por el contrario, lo intelectual, lo anímico y lo moral, por ser cualitativos, resultan más difíciles de medir. Por ello, aunque lo sospechemos, desconocemos en qué grado de civilización estamos, si en la mera y pasajera decadencia de Occidente o en el fin de su historia.
Es obvio que una civilización de opulencia permanente, basada en beneficios y placeres, más el añadido de una tasa de bajo crecimiento demográfico, llevan en sí la muerte biológica. El consumo de lujos, el hedonismo a todos los niveles y la perversión sexual implícita en la globalista doctrina LGTBI, no es, finalmente, un consumo reconfortante, sino venenoso. Y, por otra parte, el aumento de la riqueza material no significa nada si no se tiene en cuenta cuál es su distribución entre los ciudadanos. No basta contar, sino que es preciso evaluar. Lo cual nos lleva al terreno de los principios y los prejuicios.
No es viable una civilización basada en beneficios -pues la conquista de un beneficio en un caso trae complicaciones en otro-, sino en valores. Tras el triunfo y el fracaso del liberalismo económico y político, así como del «materialismo democrático», tras la incapacidad para llegar a alguna parte del modelo capitalista de libre mercado y su economía competitiva, vencidos el fascismo y el nacionalsocialismo, consumada la «guerra fría», caído el «muro de Berlín» y alzado el de la «mafia rosa», abandonados los pueblos occidentales a la migración de otras etnias y culturas, sólo queda el caos, esa baraúnda alternativa, mezcla inmunda de todo lo anterior, que tratan de organizar a su manera los nuevos demiurgos que componen la elite del NOM.
Con una pandemia magnificada interesadamente y una reciente e igualmente interesada amenaza de exterminio nuclear, gracias al inevitable conflicto entre Rusia y Ucrania, el «fin de la historia» de Fukuyama puede parecerles a muchos ahora no una fantasía premonitoria, sino una posibilidad sin desmesura. Ante este desconcierto, que «los nuevos amos» fomentan y tratan de rentabilizar en su provecho, sólo unos cuantos resistentes se afanan tratando de ver entre las sobrecogedoras tinieblas, cuál es el camino más respetable que deberá seguir la humanidad para su permanencia.
Spengler, hace ya noventa años, se hizo la inquietante pregunta: «¿Qué pasará si la lucha de clases y la de razas se aúnan un día para acabar con el mundo blanco?». Sin pretenderlo, supongo, dio la idea a la diabólica plutocracia que hoy gobierna en Occidente. Pero se quedó corto en sus preocupaciones, pues estas mentes luciferinas, además de haber conformado ya esa tenebrosa alianza, están dispuestas, apoyándose en ella y en otros múltiples medios a su disposición, a obligar a los seres humanos supervivientes a ser, por encima de todo, completamente desgraciados.
Ucrania es el país europeo más grande, más que Francia. Los territorios de Donbass, ocupados por Rusia, son tan grandes como Suiza. Este mapa está hecho a partir de información facilitada por Andriy Futey, del Comité del Congreso de Ucrania de América.
Aquí van una serie de motivos que ofrece Futey: