Solo VOX mantiene la dignidad ante un exguerrillero hispanófobo
como Gustavo Petro.
El siglo XIX supuso un punto de inflexión para la nación española,
ya que los acontecimientos que en él se sucedieron determinaron el definitivo
desmoronamiento de un imperio que en su máximo apogeo llegó a ser tan extenso
que, como señaló fray Francisco de Ugalde a Carlos I de España, en él nunca se
ponía el sol. El principio del fin tuvo lugar como consecuencia del progresivo
enfrentamiento entre una España en franca decadencia y unos Estados Unidos en
plena efervescencia. Así, fue en el siglo XIX cuando EE.UU. comenzó a
desarrollar la agresiva política expansionista que desde entonces le ha
caracterizado, estableciendo que Cuba, Puerto Rico y Filipinas se hallaban
dentro de su zona de influencia, fundamentalmente impulsados por su valor
geoestratégico y económico. El conflicto se desencadenó a partir de un atentado
de”falsa bandera”, como fue la explosión del acorazado “Maine”, provocada por
los propios norteamericanos el 15 de febrero de 1898 en el Puerto de la Habana.
De esta forma, con una opinión pública convenientemente soliviantada por el
sensacionalismo de la prensa amarilla, los EE. UU. Declararon la guerra a
España, obteniendo una contundente victoria naval tanto en la batalla de Cavite
en Filipinas como en la batalla de Santiago de Cuba. Obligada por la derrota,
España firmó, el 10 de diciembre de 1898, el Tratado de París, en virtud del
cual la Corona española reconocía la independencia de Cuba y entregaba a los
estadounidenses Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam. Tales concesiones
supusieron el punto y final del Imperio español de ultramar y la irrupción de
los EE. UU. Como potencia emergente en el escenario internacional.
Tras la culminación de la
independencia de los distintos virreinatos fundados por los españoles los
habitantes de las diferentes naciones surgidas a lo largo del siglo XIX
asistieron, imaginamos que atónitas, a un notable empeoramiento de su calidad
de vida, así como a un considerable incremento de la pobreza, debido
fundamentalmente a la corrupción de las nuevas oligarquías políticas y
financieras nacidas a rebufo de la revolución. Esta dualidad constituida por la
corrupción y la pobreza ha dominado el escenario sociopolítico hispanoamericano
a lo largo de su historia, por lo que no parece sorprendente el triunfo del
comunismo con sus falsas promesas en países como Cuba, Argentina, Nicaragua o
Venezuela. Más asombroso resulta el que la gran mayoría de los países latinoamericanos
hayan ido cayendo, como fichas de dominó, en las garras de la izquierda
populista surgida a raíz del Foro de Sao Paulo, teniendo en cuenta que sus
principales logros han sido consolidar la opresión y extender la miseria allá
donde han logrado ejercer el poder.
Uno de los últimos países en
dejarse embaucar por el discurso social populista ha sido Colombia, algo que se
puso de manifiesto en las elecciones celebradas en junio de 2022 con el ascenso
a la Presidencia de la República del comunista y exguerrillero del movimiento
terrorista “M-19” Gustavo Petro. Desde el comienzo de su mandato -más allá de
demostrar en reiteradas ocasiones tanto la concepción mesiánica que tiene de sí
mismo como el planteamiento totalitario que impulsa su actividad política- el
discurso de Petro se ha caracterizado por su marcado carácter hispanófobo, algo
por otra parte habitual en los líderes social comunistas latinoamericanos. Así,
en su visita a Madrid Petro no ha dudado en arremeter contra España tanto en el
Parlamento, ante los diputados y senadores, como en el Palacio de la Moncloa,
ante un sumiso Pedro Sánchez. Básicamente, el presidente colombiano ha
enarbolado la bandera del indigenismo y del comunismo, insistiendo hasta la
saciedad en que el Imperio español supuso un yugo para Hispanoamérica, para, a
continuación, manifestar su profunda admiración por un personaje tan infame
como Simón Bolívar.
Yendo por partes, lo primero que es necesario aclarar es que la
referencia al “yugo español” es algo tan manido como incierto, ya que resulta
obvio que, para derrotar a los aztecas y a los incas, tanto Hernán Cortés como
Francisco Pizarro, dada la escasa cuantía de las tropas españolas desplazadas
al continente americano en ambas expediciones, contaron necesariamente con la
ayuda de las numerosas tribus indígenas deseosas de liberarse de la esclavitud
a la que estaban sometidas, en virtud del poder omnímodo ejercido por los
caciques autóctonos de ambas imperios.
Por lo que respecta a Simón Bolívar baste señalar que este criollo, de
ascendencia vasca y clase alta, lejos de ser el héroe que los enemigos
seculares de España han dibujado, era un individuo extremadamente sanguinario
que -a pesar del profundo desprecio que sentía hacia los indios y los negros
debido a la ignorancia que les atribuía, tal y como dejó escrito en su relación
epistolar con los británicos- convirtió el odio patológico que sentía por España
en su razón de ser y existir. En consecuencia, Bolívar transformó una guerra de
independencia en una guerra de exterminio, como demuestran los hechos que
protagonizó. Así, por poner tan solo un ejemplo de las numerosas tropelías que
llevó a cabo, tras dictar el “Decreto de Guerra a Muerte”, por el que se
establecía la pena capital para todos aquellos españoles que no participasen en
favor de la independencia venezolana, Bolívar ordenó fusilar a 886 prisioneros
españoles retenidos en Caracas y pasar a cuchillo a los más de 1.000 enfermos
españoles ingresados en distintos hospitales de la capital venezolana. En
definitiva, fue tal el ejercicio arbitrario y cruel de poder llevado a cabo por
Bolívar que el propio Karl Marx, en una carta dirigida a Engels, señaló en
relación a tan siniestro personaje que “Hubiera sido pasarse de la raya querer
presentar como Napoleón I al canalla más cobarde, brutal y miserable”,
construyendo así el retrato más fidedigno que de Simón Bolívar se puede
realizar.
Resulta evidente que ante el
insultante argumentario esgrimido por Petro cualquier Parlamento con una mínima
autoestima hubiera salido en defensa de la nación a la que representa,
respondiendo a la agresión verbal con una sonora pitada, seguida de una
inmediata expulsión con cajas destempladas. Sin embargo, el Parlamento español
constituye una decepcionante excepción a tal regla, ya que el presidente
colombiano recibió una estruendosa ovación por parte de la bancada socialista,
comunista e independentista, demostrando así, una vez más, la falta de dignidad
que caracteriza a la izquierda española. No satisfecho con ello, Pedro Sánchez
recibió a Petro en el Palacio de La Moncloa al día siguiente de su intervención
en el Parlamento, para otorgarle, nada más y nada menos, que el Collar de la
Orden de Isabel la Católica, algo que, de manera incomprensible atendiendo al
contenido de su discurso, fue aceptado por el presidente colombiano,
demostrando así un alto grado de incoherencia intelectual, algo por otra parte
característico de todo terrorista reconvertido en mandatario.
Si bien la actuación de la
izquierda en su conjunto resultó del todo patética, no menos lamentable fue el
comportamiento del PP durante todos estos actos, ya que, después de que Núñez Feijoo
también se levantara a aplaudir a Petro, los diputados y senadores populares
procedieron igualmente a homenajear al líder colombiano, dedicándole lo que el
filósofo Miguel Ángel Quintana Paz -en el programa “El Gato al Agua” de El Toro
TV- acertadamente denominó “el aplauso de los corderos”. Y es que de donde no
hay no se puede sacar y en el PP ni hay ni se espera que haya otra cosa que
pusilanimidad y obediente acatamiento del pensamiento políticamente correcto
establecido por el neomarxismo cultural.
Por su parte Vox, demostrando que
todavía queda algo de decencia y valor en el Parlamento español, no solo no
aplaudió a Petro, sino que nada más entrar este triste personaje en el
hemiciclo, como diría Cervantes, se “caló el chapeo, requirió la espada, miró
al soslayo, fuese y no hubo nada” más allá de una tristeza infinita al
comprobar como la traición a la nación española y a los valores de la civilización
occidental se produce diariamente en la propia sede de la soberanía nacional,
en medio del atronador silencio cómplice de una sociedad alienada.
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