Somos los «Pura Sangre».
Desde los púlpitos del poder se aterrorizaba a toda la población creando una alarma social caótica.
El aparato de programación marchaba
a toda máquina emitiendo mantras y consignas con la potencia de miles de HP (y
no me refiero a caballos de potencia).
El populacho asustadizo sucumbió de
inmediato y sin rechistar. No había demasiada masa crítica en sus cerebrines y
se creyeron el «cuento chino» de inmediato.
Un manto invisible se apoderó de la
sociedad en su conjunto y como si se tratara de una enorme capa trenzada de
embustes y falacias, cubrió el hormiguero irremediablemente.
La primera medida fue someter a los
histéricos «zompopos» y quitarles el aliento con un bozal de miedo.
La idea era que mediante una
respiración frustrada no se les oxigenara el cerebro convenientemente y no
pudieran desvelar la simulación de la Matrix.
El continuo bombardeo de mentiras
fue tan exagerado y terrorífico que estreso a la población hasta el límite de
sus capacidades que ya eran limitadas.
No contentos con semejante
alienación, quisieron probar hasta dónde llegaba su poder y que limite tenía la
imbecilidad de la colectividad.
El coraje, la habilidad cognitiva,
el escepticismo, la hombría y otras cualidades viriles, desaparecieron casi de
la faz de la tierra.
En todo el planeta se estableció el
mismo sistema vil de Deshumanización. Los seres humanos ya no tenían rostro.
Tras aquel babero ridículo de tela
se escondían lo que antes creíamos que eran de nuestra misma especie.
Gentes desprovistas de su sonrisa y
razón caminaban torpemente y tan solo podías apreciar unos ojitos despavoridos
que te miraban titubeantes y huidizos con temor.
Se apartaban al vernos sin la
patética mascara que nos delataba como valientes ajenos a la mascarada.
Éramos los asintomáticos perversos
y desconsiderados. Los herejes de la nueva religión del «Yuyu».
Los inmunes al horror ficticio que
se repartía de manera generosa y continúa desde los voceros del sistema.
Fuimos los insubordinados que
querían respirar y juzgaban tener derecho a hacerlo.
Éramos – y somos – las águilas
imperiales que seguían volando altivas y orgullosas mientras los polluelos se
escondían bajo el ala de su mamá la gallina turulata.
No nos permitían entrar en los
supermercados, la policía nos buscaba y acosaba, los -antes ciudadanos- se
convirtieron en chivatos y casi en verdugos. Todo, absolutamente todo, fue
intoxicado por el virus de la cobardía más denigrante.
Tan solo unos pocos aguerridos
insumisos nos mantuvimos en pie ante semejante cacería a la independencia
intelectual.
Nos bautizaron como los
negacionistas. Nosotros a ellos, como los covidiotas y nos quedamos muy cortos.
Prácticamente, toda la infectada
sociedad nos odiaba por no querer aceptar aquella irreal situación. Nueva
normalidad la bautizaron los ingenieros sociales.
Y se encerró a las ovejas en sus
propias jaulas y el mundo se convirtió en un corral donde solo se escuchaban
las alarmas histéricas.
Los pocos que nos negamos a
obedecer aquella parodia fuimos censurados, insultados, expulsados y relegados
a la cumbre más lejana de la cordillera de los soberanos.
Mientras en la galaxia de la
normalidad de anormales los huérfanos de razón aplaudían su encierro, nosotros,
los libres de espíritu, caminábamos despacio y en soledad por el sendero de la
coherencia.
La humillación tampoco fue
suficiente para que nos arrodilláramos ante el invisible y pérfido monstruo de
múltiples cabecitas invisibles.
Elegimos la razón antes que la
aceptación y la lógica antes que el miedo a un bichito que por las noches –
después de las 9 PM – atacaba más ferozmente.
También te mordía la yugular sí
caminabas por la calle, pero no si te sentabas en una terraza a tomar un
piscolabis. Entonces se quedaba esperando tranquilito a que terminaras de leer
el periódico para luego perseguirte de nuevo.
Tampoco atacaba si veía un
grupo de seis, pero se tiraba a degüello si eran siete.
Y tras ser amordazados, encerrados
y desprovistos de su cabellera (porque les birlaron todo el pelo) y su
dignidad, llego el maná en forma de «solución final».
La marabunta se amontonaba y con
gritos sordos esperaban que sus patrones les otorgaran el salvoconducto al
paraíso.
Tan solo era un pinchacito
patrocinado por «la fundación del magnánimo tío Billy» y podrían
recuperar su vida. En algunos lugares te regalaban una hamburguesa con patatas
fritas por inyectarte la sustancia.
Pero aún existía el peligro y ese
éramos nosotros. Los que no callábamos ni nos dejábamos amordazar.
Los que no nos creímos la majadería
de un pangolín maléfico.
Las miradas de los zombis aterrados
se llenaron de ira y nos odiaban con desdén infinito.
El enemigo éramos nosotros – los
que articulábamos el escepticismo -, los irremediablemente tercos y adoradores
de la razón.
Los vendedores de pócimas y
consecuencias previsibles seguían tocando sus trompetas apocalípticas y sus
tambores resonaban con potencia en el país de la estulticia.
Nosotros veíamos como la humanidad
se derretía con la facilidad de un hielo en el Sahara a medio día.
No fue uno, sino dos y luego tres.
Algunos llegaron a coleccionarlos como si fueran cromos de superhéroes de la
Marvel. Esos aprendices de «queso gruyėre» parecían masoquistas aficionados a
la perforación con agujas que se practican en el «Bondage».
Quizás les diera placer ser
punzados mientras los jodían por detrás, no lo sé.
Ponían el brazito y se dejaban
picotear como si fueran alimento de urracas negras. Los incautos atolondrados
se dejaban poseer por el líquido que el señor «puertas» recomendaba para entrar
en el mundo feliz (de Aldus Huxley).
Ignoraban que había dentro, pero
daba igual. Confiaban plenamente en Simón, el de los ojitos perplejos
perennemente, y en Sanchinflas, el «charlot» aprendiz de dictadorcillo.
Y en todo el planeta ocurrió lo
mismo.
Y las multinacionales billonarias
farmacéuticas hacían su «agosto» en el invierno de los torpes pacientes.
La bobalicona plebe se fió de las
autoridades, de los «expertos», del sistema, del gobierno, de los medios de
comunicación que los alentaban a ser héroes del campo de concentración.
¿Cómo los iban a mentir ellos?
¿Cómo se te ocurre? ¿Mentir? ¿Quién? ¿El gobierno? Imposible…
Los malintencionados éramos
nosotros, los anticientíficos que portábamos el horror de la duda a sus
neonormales vidas de hámsteres de laboratorio.
-No creen en la ciencia-, decían
los cabestros con su agitado cabezón cornudo de ganado adquirido en rebajas del
corte infiel.
Y el ritual continuaba con
bailecitos alegres de matarifes de bata blanca y alma negra, mientras muertes y
dolor acompañaban el espectáculo musical.
Nos íbamos quedando solos -y así lo
elegimos- porque la compañía no era grata y no sentimos demasiado agrado por
los timoratos, los ñoños, ni por los achantados tuercebotas.
El ejército del poder global
avanzaba con temible determinación, armado con su ponzoña tóxica y queriéndolo
todo y más.
Nosotros permanecíamos en nuestra
posición, esperando de pie e intentando salvar a algunos. Muchos en nuestras
filas salieron despavoridos y decidieron alinearse con la mayoría muda y ciega.
Esa mayoría que todo lo permea y
que legitima con su inmensa ignorancia a sus propios verdugos.
Se pusieron en la fila india que va
a la pira, y esperaron su turno para abrir su cuerpo y permitir la
infiltración.
Poco después correteaba por sus
venas el grafeno diseñado para obedecer las órdenes de sus patentadores. ¿Os
acordáis de la desaparición del Malaysia 370 (MH370/MAS370) en el 2014?
Pues ahí estaban los de una parte
de la patente.
Daba igual que fueras un soldado,
un general, un rey, un presidente del gobierno, un magistrado, un hombre o una
mujer, muchos o casi todos, se pusieron en la cola – de Satanás y no la de
detrás precisamente -.
Los pronto porculizados memos se
prepararon para comulgar y absorber la sanguinolenta sustancia de su «mosihaj»,
cuáles víctimas en su propia macabra iniciación al vampirismo.
Los ya Zombis desde sus pupilas del
más allá nos seguían mirando con ganas de devorarnos.
El mundo se había dividido un poco
más. Humanos y transhumanos.
Nosotros nos reconocimos como
iguales y disidentes pertenecientes a la resistencia global.
Comprendimos que no había vuelta
atrás.
Habíamos tomado la decisión y
ellos, su espeluznante e irrevocable determinación de seguir hacia el abismo de
la obediencia ciega y controlada por hondas.
Ellos por miedo y coacción,
nosotros por amor a la libertad y a la verdad.
Somos los que no fuimos polinizados
con el aguijón a pesar de todo y de todos. Somos los que, en el momento de la
verdad, resistimos.
Somos los toros bravos que no
pudieron ser banderilleados y merecieron la vida.
De todas las edades, de todas las
nacionalidades, de todas las razas, fuimos nosotros los que no nos dejamos
amaestrar por los reseteadores del tito Klaus.
Los no mutados, los que no pudieron
arrodillar ni poner una correa de DNA en la sangre.
Somos los últimos humanos a los que
no nos importó arriesgarlo todo por nuestras convicciones y razonamientos
mientras todo colapsaba.
Somos héroes y así debemos
entenderlo y recordarlo.
Somos los «pura sangre» que
relincharon con furia libre y no se dejaron domesticar.
Somos la esperanza que no pensaron
podría aguantar su revolución transhumana.
Y ahora, miramos a los que
lloraron, a los que aplaudieron, a los que acusaron, a los que impusieron, a
los que sirvieron como capataces del genocidio y saben que estamos aquí y no
nos intimidan.
Los bandos ya fueron establecidos y
la guerra espiritual milenaria continúa su curso.
Ahora toca la siguiente batalla que
es aún más dura y difícil:
«Chemtrails» y la desertificación
forzada para racionar el agua y el alimento; CBDC y la esclavitud perpetua
económica; Las «reservas» de 15 minutos; la invasión siguiendo el plan Kalergi;
una nueva pandemia -posiblemente en África y mas brutal y salvaje-; el colapso
y una posterior guerra civil en EEUU; y una guerra que pronto se ampliara
al resto de Europa y al mundo.
Por Patxi Balagna Ciganda
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